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Su taller tiene forma de cilindro con una larga rampa en espiral. No hay escalas y se accede por pendientes que facilitan el arrastre de carretas de carga. Para hace el edificio no se utilizó ningún ladrillo. En su lugar, hubo hierro y cemento, y se sostuvo por unas cuantas columnas.
Allí dentro está su estudio dividido en dos: uno para lo limpio (donde hace el pulimento y finalización de las piezas) y otro para lo pesado. Este último es como el de un mecánico, con horno para quemar, un martillo neumático, pulidoras y cinceles.
La escultora Ani Mesa sabe que este no es un taller cualquiera. Le angustia sobremanera que los vecinos estén incómodos con el ruido, porque sabe que puede hacer mucho. “Es como si me gustara todo lo que sea pegarle a algo”, dice entre risas. Mármol, madera, bronce, piedra, barro, terracota; pum, pum, pum.
Se queda pensando y corrige: “No es mi interés golpear por golpear, quiero descubrir y encontrar lo que hay por dentro de cada elemento”.
Entre las materias que trabaja hay algunas más preciadas que otras: “Hay maderas exóticas como el tolúa (buena para tallar) o el armelino, que vienen de la Costa”, y señala una pila debajo de un mesón.
Cuenta que hay maderas que son como las telas o los mármoles, con sus derechos y reveses, y muestra cómo las superficies cambian al tacto (unas más arrugadas que otras) y algunas a la vista (con las venas salidas o uniformes).
En el antejardín del taller están en fila algunos mármoles que encontró en una tienda italiana. Son tan pesados que le costó más el transporte para traerlos que comprarlos.
Camina entre las rocas, las toca y les da vueltas esperando a que una le hable. “Son piedras nobles. Hay que buscarles la entrada justa para no descascararlas ni quebrarlas”.
Sobre un banco de carpintería antiguo tiene un ala en resina que usó en su más reciente exposición, Elevaciones. También hay unas plumas hechas en alabastro, un material que es como una malformación rocosa, con apariencia traslúcida.
Hacer alas es casi una contradicción porque es hacer un objeto ligero con materiales pesados: “Es sacarle a lo pesado la levedad. A pesar de él mismo, tiene que volar”.
Entre sus temas además están los vínculos y conexiones humanas. Toma una escultura en alabastro de una pareja abrazada, hombre y mujer, tallada en posición fetal, la forma que más le gusta: “De ahí venimos y ahí vamos a terminar”.
Estudió Diseño Arquitectónico en la Academia Superior de Artes. Su carrera estuvo ligada con la moda y los negocios. Fue socia de la marca de vestidos de baño Onda de Mar y durante 16 años administró la franquicia Dorita Vera.
“Hubo un momento en el que me pregunté qué necesitaba para ser escultora”, recuerda.
Entonces tomó los cursos que necesitaba: anatomía, dibujo, pintura, color, técnicas. Por esa época conoció a los que considera sus maestros y que ahora tiene esculpidos sobre un anaquel: Óscar Jaramillo, de quien aprendió dibujo, y Miguel Ángel Betancur, quien le dio las bases y técnicas para esculpir.
Comenzó a tallar abrazos hace seis años: parejas, hombres, el vínculo entre padre e hijo. Era un tiempo en el que estaba casada y ahogada. “Pasé de vestir cuerpos a esculpir afectos”. Esa fue su transición de la moda a la escultura.
En esa época se separó de su esposo y sintió que le salieron alas de los brazos, y muestra una de las esculturas en terracota pintadas de blanco con una mujer alada.
Desde entonces trabaja con ellas. Con el tiempo el tema se fue haciendo más hondo. Lo vio hace tres años cuando le dijeron que su papá tenía cáncer. Sintió que las alas eran para pasar de un lugar a otro y para trascender.
“Pero morir es igual que nacer, es un proceso de miedo porque no sabemos qué sigue; al igual que cuando nacemos, hay incertidumbre. Al morir hay que asistir”, señala.
En su exposición Elevaciones le hizo un homenaje a su padre con esas figuras. El mensaje que él le dejó fue que volar y trascender no es dejar, sino empezar de nuevo. Quería hacer una invitación a volar sin miedo, que fue lo que la inspiró.