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Floricelda. “Sí, como de flor. Así me llamo yo. Soy artesana hace 37 años, gracias a que mi abuelita Alminta nos enseñó a todos los nietos, más mujeres que hombres, a hacer canastas de fingurú”.
Con dos apellidos que le resaltan su procedencia, Córdoba Mosquera, esta mujer amable va pegando pétalos de flores ahí en su puesto de venta, el número 015, a la vista de una riada de personas que pasan con rumbos encontrados, caminando despacio, o se detienen a preguntar precios y materiales.
“Esas flores, reinita, son a diez mil pesos”.
Esparce el pegante blanco por la tela con un palito y la va adhiriendo a la flor que va engrosando en el extremo de un palo más largo que el anterior.
“Traje mucha mercancía hecha, pero también me gusta hacer aquí, delante de la gente, para que se dé cuenta de que, de verdad, nosotros somos los artesanos”.
Río Quito es un municipio situado a treinta kilómetros de Quibdó, río arriba, distancia que toma dos horas hacerlas en lancha.
Allá, entre la selva y los claros del bosque sembrados de plátano y maíz, Floricelda y otras once mujeres tienen “la empresa”. Un taller denominado Sueño de Oro. Se llama así porque crearla era un sueño y lo vieron realizado desde el tiempo en que la abuelita Alminta les enseñó la cestería.
Lo de las flores vino después. Cuando salieron a las ferias —a la vieja Alminta solo le tocó ver que llegaban con sus mercancías a la capital chocoana, y se alegraba. Qué tal que hubiera visto que las obras llegarían después a las ferias de Bogotá y Medellín—, veían flores hechas en damagua y cabecinegro. La corteza de un árbol, ya en extinción, que se da en el Baudó, la primera; el recubrimiento de la cápsula que protege el fruto de una palma del mismo nombre, la segunda.
“Veíamos esas flores y decíamos: nosotras también podemos hacerlas. Encargamos la materia prima, que nos la entregan en Quibdó. Nos metimos al monte y cortamos flores de catuga, piña, platanillo y jardinera. Les preguntábamos a los que saben más cómo se llama esa flor, cómo se llama aquella otra, y así íbamos aprendiendo. Las teñimos con matarratón o sauco y sacamos las flores”.
Precisamente con los platanillos o heliconias ganaron un premio en Expoartesanías, de Bogotá, “porque el jurado dijo que nunca habían visto esa flor más que en la mata”.
Desde que murió su esposo, José Evelio Becerra —sucedió aquí, en un hospital de Medellín hace cinco años: se le taponó la aorta—, deben pagarles a dos hombres para que entren al monte, al palmar, a buscar fingurú, iraca y hoja blanca.
Las mujeres destinan tres días de la semana para elaborar las artesanías. Los otros cuatro, los dedican a esos cultivos agrícolas que rodean su casa, cosechas que solo alcanzan para el gasto doméstico. Las ferias son dos al año, nada más, la de Medellín y la de Bogotá y, bueno, también mantienen, en Sueño de Oro, artículos para venderles a los turistas que a veces se asoman por Río Quito.
Y esa plata de las artesanías, después de reservar la que se necesita para comprar más material, alcanza para las matrículas de universidad de los muchachos.
“¿Hijos? Cinco. Yo tengo hasta nietos. Es que aquí donde usted me ve, tengo 58 años. Quise que estudiaran, claro, para que no se mataran tanto como una. Pero todos saben hacer artesanías.
Las niñas, como no tienen destreza con las tijeras, comienzan recogiendo los retacitos de damagua y haciendo bolitas con ellas. Bolitas que usamos para hacer el centro de la flor de piña”.