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Como un quirófano. El taller de luthería de Luis Fernando Posada es como una sala de cirugía. Esta comparación no resulta solo de la manida idea de que violines, violas, violoncelos llegan allí enfermos o fracturados y él los alivia, con asistencia de su ayudante, Luis Felipe Giraldo...
Si bien esta idea es cierta, porque ese banco de carpintería cubierto con tapices para proteger la delicada piel de los caídos más bien parece una mesa de cirugía, la respalda que ellos, el titular y el ayudante, empuñan instrumentos delicados, gubias de mil tamaños; garlopas, cepillos y cepillitos —algunos tan diminutos que prensan con dos dedos, el pulgar y el índice—; escuadras; martillos de luthería; calibradores... Ocupa espacio por ahí una sierra sinfín... Todo dispuesto en orden y limpieza tales que un dentista podría establecer allí su gabinete.
La decoración está a cargo de tres violoncelos parados en sus soportes, pacientes que han recibido sus respectivas manos de laca; afiches de luthieres como Antonio Arcieri y Giorgio Grisales; pinturas de paisajes naturales y la parte trasera de un bus de escalera.
El taller ocupa la última habitación de un caserón de Prado, construido en 1930.
“¿Le parece organizado? —pregunta Luis Fernando—. Herramienta que terminamos de usar, vuelve a su sitio. De lo contrario, perderíamos horas buscando cualquier elemento”.
En 1990, Luis Fernando cambió su vida. Terminó de trabajar como ingeniero mecánico en asuntos aeroespaciales, en Estados Unidos, para dedicarse a cultivar la serenidad que ahora está representada en el oficio de la luthería.
Se enamoró de la madera en Chocó. Por la variedad infinita de los árboles que pueblan las selvas, como algarrobo, sande, cedro amargo, bálsamo, caimito, chanul, virola y guayacán. Construyó una cabaña en Bahía Solano, frente al mar, con la ayuda de algunos nativos.
Cansado de los violentos que asolaron la zona, regresó a Medellín y aprendió luthería en el Sena. Desde entonces, estableció su taller en el que jamás falta el trabajo. Los más que llegan son instrumentos con fracturas o con el madero desgastado de tanto sostener el puente. Instrumentos de 200 años que requieren restauración. Y arcos. Los arcos llegan allá cada tres o cuatro meses, con las cerdas rotas o desgastadas.
A Alberto le gusta cada vez más la arquetería. Sabe que es uno de los pocos y de los mejores encerdadores de la ciudad. Y requiere un arte tal vez más delicado que el de los mismos instrumentos. Detrás de la puerta se ven colgadas, entre forros plásticos, colas de caballos de Siberia, tan largos que el luthier se asombra al imaginar cuál será la alzada de esos equinos, si las crines miden como dos metros, y al hablar de la potencia de tales fibras que no se revientan fácilmente, pues son alimentados con pastos de las estepas.
También recibe madera pernambuco, procedente de Brasil. Palos que, según cuenta, sueltan una viruta rojiza que los españoles se llevaban para sacar un pigmento con el que teñían la vestimenta de los obispos. Los palos vienen cuadrados y, con cepillo de arquetería les va dando redondez. Y con la llama azul de un fuego de alcohol, va arqueando la vara.
¡Silencio! ¿No escuchan esa música que suena de fondo, como para acompañar el trabajo? Por supuesto: en una grabadora suena música de violines.