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Durante tres horas de 12 domingos, 14 niños se sentaron en las sillas de La Casita Rural a escribir sus historias. Fueron tantas, que todas cupieron en esa biblioteca que se inauguró en marzo de 2016 y que se sigue construyendo con puros sueños. El de esta vez fue escribir un libro.
La profe Daissy Pérez Ospina, que va a la casita de puertas rojas a dictar clases de lectoescritura, les pidió primero que hicieran una cartografía de los lugares cercanos a ellos, un mapa para identificar miedos, alegrías, la familia, la escuela, lo que se les ocurriera que fuera parte de su vida, para luego crearle a cada lugar un personaje, real o fantástico, después ponerle un tiempo y una acción y tener un punto de partida para escribir. En las primeras sesiones escribieron y dibujaron, y cada uno fue encontrando su historia, a su manera, que se hizo cuento en una página.
–El proceso empezó con una hoja en blanco. En ella dibujaron un mapa con los lugares que asociaban con ciertas emociones. Los dibujos tenían algunos elementos comunes, como la escuela o la iglesia, pero las emociones que asociaban con ellos eran distintas. Mientras para unos la escuela representaba la posibilidad de juego o la alegría, para otro representaba el hambre. Un niño escribió que cuando estaba en la escuela solo podía pensar en comer pan y en tomar leche. En todos los mapas el cementerio era el lugar del miedo –escribió Diana Londoño, creadora de este proyecto educativo y cultural, en el prólogo.
El cuento del libro, que se terminó llamando Te cuento mi historia en La Casita Rural, empezó antes, cuando un amigo de Diana le dijo que había una convocatoria en el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia sobre promoción de lectura en espacios no convencionales, así como son ellos, y sin ninguna experiencia en hacer un libro o un videolibro, que estaba incluido en la idea, presentaron el proyecto sin muchas expectativas. Ganaron. Ahí fue cuando los niños empezaron a dibujar y a escribir.
–Cuentan los abuelos que las almas se van a penar a una colina del Yarí – es la primera línea de Jaider Franco Cárdenas, vereda San Luis, 12 años, en El congreso de Caporférica.
¿Qué querían que los niños les contaran en ese libro?, se preguntaron las profes. Su cotidianidad, cómo viven el territorio. Querían que esos pequeños narraran su vereda.
El proceso
Hacer ese libro azul con ilustraciones de Lina Rada tiene un camino tan bien dibujado como los dibujos que hicieron los pequeños antes de rayar las hojas.
Difícil a veces, como esa vez que Diana, que fue la editora desde lejos porque vive en Holanda, le explicó a Andrés Felipe Murillo que la historia que él le mandaba no tenía lógica porque esa culebra que en la vida real se encuentran camino a la escuela, la juetera, no muerde, sino que les pega con la cola, pero él quería que mordiera.
Diana, desde tan lejos, le decía a Daissy que hablara con él, que aunque el cuento fuera ficción no había que decir mentiras, que había que darle verosimilitud, pero él insistía en que en en su cuento, el suyo, la juetera mordía. De allá para áca, y al revés estuvieron los dos, hasta que él sintió que podía ser otra culebra.
–(...) Camino a la escuela, el ángel rockero se encontró una serpiente de rayas y se asustó otra vez –escribió finalmente Andrés Felipe, vereda La Porquera, 10 años.
La edición fue un reto para Diana, porque ella está en una ciudad llamada Wageningen y los niños en La Porquera, ahí en San Vicente Ferrer. Los separaba un viaje de 12 horas en avión. Ello la obligaba a meterse en la historia, ponerse en sus zapatos, pensar en su entorno, que bien sí conoce, y en hacerles las correcciones a través de cartas, para explicarles por qué mejor esa palabra que la que habían usado en principio, por qué era mejor un punto que una coma, por qué hizo un cambio en específico.
A veces ellos tenían razón, a veces ella, otras defendieron sus palabras a guerra de letras. La pequeña Laura Ximena Murillo Moreno quería que las cosas salieran muy bien, a su manera por supuesto. Un caos. Cuando Diana pensó que el cuento estaba listo, ella se lo devolvió con un nuevo elemento, una muñeca que decía mamá, y a Diana ya no le cuadraba, no sabía por qué había metido a la mamá, y le devolvió el texto con la palabra madre, que le sonaba mejor, pero la niña no aceptó. Luego entendió que tenía razón. Le alegró su obstinación. Emocionante cuando vio la cara de Laura Ximena en el video, leyendo su cuento: se veía tan contenta.
Diana entendió que para los niños más chiquitos lo importante era la lectura, que pudieran cambiar la voz cuando estaban leyendo. Eso, no obstante, lo supo al final. Tantos aprendizajes para ellos y tantos otros para ellas.
–Cuando Sofía cumplió años,/ el gato curioso le agradeció/ sus cuidados dándole un regalo/. Era una muñeca muy grande/ con los ojos muy zarcos./ Cuando Sofía la abrazó, la muñeca habló./ Dijo: “Te amo, mamá”./ Y a Sofía la se le alegró el corazón –escribió en su poema Laura Ximena, vereda La Porquera, 9 años.
Un proceso que fue de depurar. Al principio Daissy, con la profesora de danza Elizabeth Pérez Ospina, que le ayudó a liderar el proceso, les enseñó de figuras literarias y entonces, emocionados, todo eran metáforas e hipérboles, y hubo que decirles que no había que utilizarlas todas al mismo tiempo. Supieron de comas y puntos y comas, y para el videolibro, de entonaciones y de voces.
Además fue una manera de leer su cotidianidad. Porque si bien hubo historias de ficción, muchas partieron de la realidad, de eso que han visto y han sentido, de esos caminos que recorren a diario.
Diana piensa en El malvado Marco Tulio, un cuento que habla de la muerte de dos niños. Sabe que es importante que ellos se expresen, porque es su manera de decir que están percibiendo el peligro, y lo escriben, camuflado un poco, pero que está ahí, para leerlo. Está igual en Los portales secretos, que trata sobre la justicia. La niña inventó un genio que impide que se roben los recursos del pueblo.
–También le pidieron al genio que los bandidos nunca pudieran entrar al portal que guarda las riquezas y esperanzas de su pueblo –terminó su historia Yisenia Franco, vereda San Luis, 10 años.
Los aprendizajes
Lo demás estuvo en los talleres. Lo más interesante es la amistad de los pequeños. La Casita Rural queda al frente de la escuela de La Porquera, y se sumaron niños de María Auxiliadora y San Isidro. Querían llegar a otras veredas de San Vicente Ferrer. Así que algunos no se conocían.
El compromiso era elegir 14 pequeños, entre 9 y 12 años, que les gustara la escritura, que fueran los mejores para escribir. Hicieron la excepción con dos niños, de primero y segundo de primaria que querían participar, y que se ganaron el cupo porque se mantenían en la biblioteca.
Todos firmaron una carta de compromiso, con papás incluidos, porque no se podía faltar ningún domingo. Era una responsabilidad, de verdad verdad. Ninguno faltó, todos terminaron.
Solo Edwin se alejó un tiempo, porque no le gustó su cuento, se sentía apenado. Era un tema difícil, doloroso. Volvió a las últimas sesiones y transformó su cuento que tenía violencia, en otro de un niño que quería contar cuentos. Los cuentos de Alejo. Proceso maravilloso.
Otra felicidad fue las lecturas que compartieron. Esa fue una ganancia. Los pequeños prestaron más de cien libros en La Casita y se los leyeron, completos. La prueba quedó en Los portales secretos, que tiene una explicación en letra más pequeña: Basado en los cuentos Alí Babá y los cuarenta ladrones y Aladino y la lámpara maravillosa, de Las mil y una noches.
A la autora le explicaron, precisa Diana, el concepto de plagio. Por eso la aclaración.
Son tantas cosas. Tantas cosas, escribe Diana en un correo electrónico. Como la amistad de los niños que se dieron consejos entre sí: uno sugería cambiar el tono de voz, otro aplaudía las pausas en la respiración y uno más explicaba que esa coma sobraba. Era su libro, el de todos, y eran sus videos, para compartirlos con quién sabe cuál espectador, en quién sabe cuál lugar del mundo. Tenían que estar perfectos. Hasta la timidez se fue y leer fue divertido.
Emocionar a los otros fue maravilloso.
–Un día Javier, el ahorcado, estaba colgado en su árbol mirando su sombra y pensó: “Ahí está mi sombra. Se ve tan sola y quietecita, parece un animalito. Quiero bajarme de este árbol para jugar con ella”. Entonces se quitó la cuerda que apretaba su cuello y cayó sobre su sombra –escribió Jerónimo Gómez Murillo, vereda La Porquera, 9 años, en El ahorcado.
Porque la escritura es magia: La Casita Rural es tan chiquita que aun así caben los 70 niños que son sus habitantes intermitentes de casi todos los días, cualquier otro vecino que quiera asomarse, y cualquier otro pequeño que quiera abrir un libro debajo de su techo.
Es tan chiquita que incluso así cupieron 14 niños (tres de 12 años, tres de 11, cinco de 10, tres de 9), todos los domingos, con unas historias tan grandes que llenaron un libro. El primer libro de sus vidas: contaron su historia en la Casita Rural.