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¿De qué escriben los escritores? Esta pregunta recurrente entre muchos lectores, queda resuelta con claridad al hablar con Marcela Velásquez Guiral, la ganadora del concurso literario El Barco de Vapor: más que nada, de lo que saben, de lo que han vivido.
Ese es, por supuesto, el viejo principio de la literatura: para ser universal hay que escribir de lo que se conoce. Por eso, en su novela Se enfriaron los sapos, ella narra una historia que de algunas maneras se liga con la suya.
En una comunidad minera, cuando en lo profundo de los socavones hay un derrumbe y mineros quedan atrapados, se paraliza la vida de toda la gente; difícilmente se podrá hallar a alguien que no desee quedarse a ayudar a desenterrar a las víctimas. El tiempo se paraliza entonces.
Abril es una chiquilla de unos once años, hija de uno los mineros atrapados debajo de la tierra. Mientras en casa, su mamá y su hermano, de catorce años, se van para la mina a estar atentos a las maniobras de rescate, ella se queda en la casa inflando globos.
Concentrada en su juego, no se da cuenta cuándo entran ladrones y roban las pertenencias de su papá.
Ese hermano suyo, el narrador de la historia, no la quiere y suele burlarse de ella cada vez que llueve, porque se preocupa de que los sapos del estanque que hay detrás de su casa, sus mascotas, se van a resfriar.
“¿Acaso no te han enseñado en biología que ellos son del agua?”, le pregunta él, con brusquedad, aunque tal vez no con estas palabras exactas. Es el papá quien le lleva el capricho de protegerlos para que no vayan a enfermarse.
“Para el personaje narrador vendrán aventuras como la de buscar y defender a la hermanita y termina queriéndola. En este libro también se desarrolla el drama de la muerte”, cuenta la autora, quien este fin de semana anda en Copacabana hablando de literatura con profesores y bibliotecarios.
Y añade: “Y no le cuento el final porque entonces ya no va a querer leer el libro”.
Marcela Velásquez Guiral nació en Yolombó y allá permaneció hasta los dieciséis años. Fue en el pueblo de la marquesa donde conoció la minería y donde le devino un gusto por las minas. Ese mundo mágico y subterráneo, lleno de galerías, del que salen los mineros con minerales costosos y con historias que después se riegan por la región como si la esparciera el viento.
Sin embargo, su padre no era minero. Alberto —tal era su nombre— era un educador de colegio. Con él, Marcela y su hermana vivieron la especial circunstancia de tenerlo como profesor en algunos grados de bachillerato.
“Cuando íbamos a paseos del colegio, él estaba con nosotras, era muy lindo tenerlo ahí, siempre”.
La vida era buena en Yolombó. Y apacible. Pero un día llegaron los paramilitares y los campos se llenaron de violencia. Y hasta el pueblo se vio frecuentado por esos delincuentes. De modo que esa localidad del nordeste dejó de ser un sitio recomendable para que se criaran dos hijas adolescentes, pensó Alberto, y decidió enviarlas con su madre, Ana, para Medellín. Él se quedó allá, solo, trabajando.
Murió hace seis años.
Esta semana, en Bogotá, cuando Marcela, Mango Maduro es su seudónimo, fue a recibir el premio, lloró al recordarlo.
Eso fue en medio de un discurso improvisado, delante de “la primera dama de la nación, María Clemencia Rodríguez de Santos, los organizadores del concurso. Y eso estaba lleno de escritores”. No lo preparó, porque no creía, ni siquiera un poco, que fuera a ganarse El Barco de Vapor.
Se había hecho amiga de los finalistas. Hablaba con ellos en los corredores, mientras pasaban otras actividades y no faltó quien de ellos le dijera: “usted se va a ganar el premio”. “No me diga eso, que yo estoy aquí relajada”, le contestó ella.
En el auditorio, minutos antes de leer al fallo del jurado, el mismo concursante insistió: “usted va a tener que pararse y subir al escenario”.
Tan desentendida estaba de tal posibilidad, “que cuando dijeron mi nombre, no me paré. Yo no soy tímida ni tengo problemas para comunicarme, pero no lo creía”.
El jurado, integrado por María Fernanda Paz-Castillo (gerente de editorial SM), Martha Iannini (promotora de lectura), Verónica Murguía (escritora mexicana), David Roa (librero) y Zully Pardo (investigadora de literatura infantil), resaltaron en el acta que Marcela “supo registrar la voz de un niño que transita entre el dolor de la pérdida y el brío despreocupado de la infancia, y que sale del trance convertido en un joven lleno de amor por la vida” (...) y el manejo del “humor en medio de la tragedia, la fuerza de los personajes, la maestría en la evocación de las atmósferas, el preciso rescate de la oralidad y su delicado tratamiento de la vida en una pequeña comunidad minera.”
Ella, al fin, salió a recibir el galardón. Se excusó por no tener un discurso preparado, dijo que pensaba que había trabajos “supertesos” concursando. Evocó a su papá, Alberto, por las enseñanzas que le dio y entonces ya poco fue lo que pudo seguir hablando.