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Lucía Donadío ha sentido una fascinación tal por los libros, desde la niñez, que tiene varias formas de relacionarse con ellos: como escritora, lectora y editora.
Es dueña de una sencillez poco común entre los de su oficio, que le ha permitido coordinar con buen suceso talleres de escritura.
¿Cuándo salió de Cúcuta fue para trasladarse a Bogotá, a estudiar Antropología?
“Nací en Cúcuta, pero cuando tenía un año, mi familia se trasladó a Medellín. A Norte de Santander volvía de vez en cuando a visitar a los abuelos, que seguían allá”.
Cúcuta es ciudad de frontera e intercambio cultural. ¿Esa mezcla de poblaciones influyó en usted?
“Creo que soy producto de mezclas por esa ciudad y también porque mi papá es italiano. Vino a Colombia de 16 años. Lo mandaron a Cúcuta, donde unos tíos tenían almacén de telas, porque era mal estudiante. También tengo una bisabuela cubana, de la que poco se sabe”.
¿Esa mezcla le aportó a su formación?
“Sí, pero también produce desarraigo. Cuando me preguntan de dónde soy, balbuceo: no sé qué decir. Aunque mi hablar es paisa, no sé si puedo decir que lo soy. Desarraigo y soledad. La soledad de no pertenecer, de no saber de dónde soy ni que identidad tengo. De no tener raíces. Creo que, por eso, mi escritura es la búsqueda de una raíz, de un lugar, de esa patria esquiva que no existe del todo”.
La infancia es importante en su obra. ¿Con cuáles palabras se refiere a ella?
“Una es ausencia; otra, jardín. Creo que el jardín que había en mi casa materna, lleno de flores y con árboles, es mi verdadera patria”.
¿Qué recuerdos sobresalen de su niñez?
“Recuerdos de desarraigo y soledad, aunque viviera con ocho hermanos. Era una casa grande. No teníamos familiares en Medellín. Esperar una carta de Italia era un suplicio. Una llamada de Cúcuta no era fácil. Había una sensación de lejanía. Con la infancia tengo un acercamiento tranquilo, aunque haya dolor y vacío. Viví una infancia común. Los niños no tienen siempre momentos de juego y felicidad. También sufren por diferentes asuntos. Así me sucedió a mí”.
En ese tiempo se descubren cosas alegres y otras tristes. Háblenos de eso.
“Mi primer muerto fue mi abuela, en Cúcuta. Yo tenía unos seis o siete años. Fui al entierro con mi padre y mi madre. Nadie más. Fue cuando descubrí la muerte. Supe que era para siempre. ‘Esto es de verdad’, pensé. ¿Sobre los temas de la vida? No sabía que quería ser. Sabía que me gustaban las historias. Era la mejor en lectura y me ponían a leer en voz alta. Amaba los libros, pero no sabía qué quería hacer en concreto con ellos más tarde”.
¿Cómo le aporta la Antropología a su escritura?
“Me interesaba lo cultural. Que había diferentes culturas que interpretaban la vida de manera diferente. Tal vez me sentía de otra cultura, por tener las raíces en otras partes. La antropología revela que nada en nosotros es natural. La cultura nos atraviesa, desde el nombre que nos ponen y los rituales que repetimos. La visión del mundo que poseemos. Una herencia que me dejó la práctica antropológica es la de los cuadernos de campo. Los antropólogos escriben cada día, no solamente las costumbres que observan en una comunidad, sino cómo la están pasando, cómo se sienten. Sigo llevando un cuaderno de apuntes de historias y sentimientos. Y me aportó el gusto por descifrar lo cultural, más allá de lo aparente y la capacidad de mirar lo propio un poco desde lejos”.
Escribe narrativa y poesía. ¿Lo hace simultáneamente?
“La poesía a veces llega. En mi narrativa intento incorporar lo poético”.
En cuanto a Sílaba, ¿Cómo consigue sobrevivir frente a las grandes editoriales?
“Me gusta la lectura, la evaluación de los libros, el encuentro con autores y el proceso editorial. Es complejo competir, pero tenemos nuestros lectores y unos libros diferentes a los otros. Así buscamos quedarnos con un pedazo pequeño del mundo editorial”.