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Lutieres buscan la pureza de la música

Los reparadores de instrumentos musicales compartieron secretos de su oficio en Envigado.

  • El Seminario Internacional de Luthería cambia de sede cada año. Ya se había realizado en Colombia. La experiencia de Envigado resultó tan gratificante, que los anfitriones quieren repetirla en 2019. FOTOS Manuel Saldarriaga
    El Seminario Internacional de Luthería cambia de sede cada año. Ya se había realizado en Colombia. La experiencia de Envigado resultó tan gratificante, que los anfitriones quieren repetirla en 2019. FOTOS Manuel Saldarriaga
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26 de febrero de 2018
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En quirófanos. En esto parecían haberse convertido algunas salas de la Biblioteca y Parque Cultural Débora Arango, de Envigado, la semana pasada. Los pacientes: instrumentos musicales.

Los cirujanos eran sujetos ataviados con camiseta negra marcadas con letreros como las de los futbolistas, y un delantal dotado de bolsillos que los identificaba como lutieres, eran numerosos hombres y unas cuantas mujeres, con acentos disímiles.

Lutier, violero o laudero son las formas españolizadas de decir luthier. Este vocablo francés se refería originalmente a la persona que fabricaba, reparaba o ajustaba violines, violas, guitarras y demás instrumentos de cuerda. Viene de laúd. Pero con el paso del tiempo se amplió para abarcar con él a quien se ocupa de fabricar o reparar cualquier instrumento musical.

Diómer Alfonso García Ocampo, director de la Red de Escuelas de Música de Envigado, un músico que redirigió sus pasos a la actividad administrativa, fue quien explicó este concepto. Para ser más contundente, añadió: “quien arregla el redoblante o los platillos de una batería, también es lutier”.

La institución que dirige, en alianza con la Asociación Latinoamericana de Luthería (ALL), con sede en Perú, organizó el VII Seminario Internacional de la materia, con maestros de varias partes del mundo.

En la Débora, los lauderos estaban distribuidos por temas: bronces en una sala; cuerdas y maderas, en otra; percusión, en una tercera. Se oían conversaciones con acentos diferentes. Había suizos, chilenos, peruanos y, de Colombia, costeños, antioqueños... En mesas tendidas con telas blancas, pocos instrumentos permanecían en una sola pieza.

Quien se detuviera en el umbral de una sala, con solo ver los equipos de trabajo integrados por hombres y mujeres que miraban arrobados un instrumento o un componente de este como si se tratara de un objeto sagrado, un tótem; oír al profesor con acento sureño dar instrucciones, ya en esta mesa, ahora en la otra, todo lo cual en el animado desorden de los talleres artesanales, entendía la escena:

Un singular grupo de viajeros del mundo, los hijos de Stradivarius, hechizados por la música y, más aun, por esos bellos trastos que la hacen posible, recorren distancias para compartir los secretos de un arte milenario que los convierte en los protectores de los sonidos armónicos.

Juan Pablo Barrera es un envigadeño que, en compañía de una mexicana, Raquel, armó una tuba en dos días, bajo los ojos escrutadores del maestro chileno Jorge Cerda. El instrumento se sostenía parado en la campana. Cerda le indicó que las llaves necesitaban calibrarse, que no quedaran tan blandas ni tan duras. El alumno, sin demora, tomó un destornillador y procedió a aflojarlas o apretarlas, según el caso.

Jorge dijo que aunque hay lauderos “que saben de todo”, es decir, reparar las distintas familias de instrumentos musicales —cuerdas frotadas, percutidas o pulsadas; vientos de madera y metal, y percusión— y dentro de estos, algunos son respetables, la maestría se adquiere con la especialización. Por su parte, integró la Orquesta Sinfónica de Chile por más de treinta años, como trombonista, hasta su retiro el año pasado. Tiene taller en Santiago. La pasión por sacarles las entrañas a los bronces la despertó en el Colegio Industrial de la capital chilena, donde cursó bachillerato. Había música y talleres: “allí estaba todo”.

Un peruano, John Kevin Anton Reyes, hijo de tigre, es decir, hijo de lutier, reparaba un trombón. Agarraba el mazo especial del oficio, y daba golpecitos a la vara para quitar unas imperfecciones, ciertos hundidos en esa piel de bronce, que apenas si se veían. Más bien se palpaban. Contó que su padre lleva más de 20 años en el oficio y él, cinco. Tienen taller en Lima.

Cerda volvió a hablar para decir que lo ideal es que quienes reparan los instrumentos musicales sean también músicos. Problemas de sonido, a veces resultan imperceptibles para quien no lo es, “aunque son grados muy altos de perfección”.

Algunos van por ese camino, el de músico y lutier. Ahí mismo, varios alumnos son músicos. Se veían interesados hasta por aprender la forma correcta de introducir el paño ensartado en un listón por los tubos de los instrumentos de viento, para no rayarlos.

Con todos los sentidos puestos en el oficio, los lauderos hacen las cirugías agarrando, golpeando, frotando los instrumentos con tal delicadeza, con ternura casi, que ya la quisieran para sí muchos de los cirujanos que arreglan órganos humanos y animales.

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