viernes
7 y 9
7 y 9
Ahí hay una camisa, doblada casi perfectamente, tal vez con una arruga o dos. Es gris. Debajo hay unas letras rojas: “Mamá, mire que me mataron y me enterraron”. Así empieza la historia que cuenta Emérita, la mamá de Jesús Antonio Pipicano Mosquera, que está escrita en esa tabla blanca, debajo de esa camisa con los botones abrochados. Él, se lee en el resto de las letras, le dijo eso en un sueño.
“Tenía 27 años –así sigue el relato–cuando desapareció el 25 de noviembre de 2001, mientras iba en un bus a Florencia (Caquetá) tras salir del Hospital Militar en el que permaneció tres meses por una afección en un oído durante su servicio militar”.
No es la única historia, al lado hay más. De distintas personas, de lugares diferentes del país, ninguna parecida a la otra, aunque las conecta lo mismo: la violencia.
Son parte de la exposición Voces para transformar, del Museo de Memoria Histórica de Colombia, que se ve por estos días en la Feria Internacional del Libro de Bogotá (Filbo). Están atrás, en Cuerpo, así se llama ese pedazo de la muestra, la primera de este museo que aún no tiene edificio, sí relato. Ya se empezó a contar.
Verla, ahí en madera
Esta exhibición, explica Luis Carlos Sánchez, director del museo, muestra la primera edición del guion museográfico, es decir, del relato visual, de lo que van a presentar cuando haya edificio, por allá en 2020.
La propuesta es, precisa Luis Carlos, el resultado de un trabajo de investigación de diez años y el acompañamiento a las comunidades. “Lo crucial en este proceso es lo que hemos aprendido de las formas en las que en los territorios se está haciendo memoria desde hace muchos años”.
Si bien como institución en este tiempo han hecho un trabajo de recordar, el director precisa que “la memoria antecede, desborda y supera a cualquier esfuerzo que hagamos como institución. Es con base en esa riqueza en los territorios que hemos hecho este guion”.
Sofía González, una de las seis curadoras, comenta que son las investigaciones que se han hecho desde el Centro Nacional de Memoria Histórica, incluyendo las que están en curso y revisadas no solo desde los informes, sino desde el material en bruto. También trabajo de campo. “Siempre tratando de que haya un equilibrio entre las vivencias de las víctimas”.
Por eso es una construcción colectiva que han ido haciendo en los territorios, una estrategia de diálogo social. Ahora que lo empiezan a mostrar públicamente, la intención es seguir conversando, socializar el contenido y revisar qué funciona, qué no, qué falta, incluso. “Es una oportunidad –dice Luis Carlos– para continuar las conversaciones con nuevos públicos, probar los lenguajes que hemos construido y los criterios, así como la selección de casos”.
Después de la Filbo irá a otros lugares, incluyendo Medellín, en septiembre, en la Fiesta del Libro y la Cultura.
La ruta
En un espacio de madera se van contando esas historias, en un recorrido a veces laberíntico: puede entrar por un lado, salir por otro o regresar.
Muchas preguntas en el camino. ¿En qué consiste esta exposición?, por ejemplo. “Es una invitación a pensar en el lugar que ocupamos en este país. El comienzo de una historia que podría ser contada de muchas formas. La voz es la de las víctimas y comunidades que han sido vulneradas, excluidas, ignoradas y silenciadas. Y sin embargo, ellas no son las únicas voces. Hacen parte de la multiplicidad de voces que aún debemos escuchar y reconocer para comprender nuestra guerra y reecontrarnos como sociedad”.
La estructura narrativa tiene tres ejes, que ellos también denominan personajes: la Tierra, el Cuerpo y el Agua. Para cada uno, una pregunta: “¿Cómo afecta la guerra al cuerpo, al agua y a la tierra?, ¿qué hacen el cuerpo, el agua y la tierra con la guerra? y ¿cómo cuentan el cuerpo el agua y la tierra la guerra?”.
Sofía explica que en Tierra se hace un énfasis en que el conflicto no solo lo hacen los ejércitos y que más allá del despojo, además de perderse un espacio material, también se esfuma todo lo que allí se construye. “Además quisimos enfatizar que la gente ha luchado por la tierra, los indígenas, por ejemplo, con quienes se inicia este eje, y que nos ayudan –nos lo contaron ellos– a decir que esto ya ha pasado antes, desde que llegaron los españoles”.
Ahí está ese mapa de lugares sagrados indígenas, con un montón de hilos enredados, con un color según el problema que los ha afectado, y que si se mueve uno se tiran los otros. Es una conexión.
En Cuerpo se hace una revisión, sigue la curadora, a esos intentos de deshumanizar. “El cuerpo ha sido otro territorio que ha sufrido múltiples violencias. A su vez queremos resaltar los esfuerzos por dignificarlo de muchas maneras”.
Ahí es donde está la historia de Emérita, con objetos personales, con voces, con relatos: “Luego de tantos años de dolor, Emérita recibió los restos exhumados de su hijo, a quien pudo sepultar en una tumba que adornó con flores”.
El tercer eje es Agua, en el que se miran los daños culturales y medioambientales que la guerra, señala Sofía, ha dejado en las comunidades y el territorio, sobre todo en las distintas formas de este recurso: ríos, ciénagas, mares. “Está pensado alrededor de las voces de resistencia”.
Aparece, por ejemplo, el mapa del río Magdalena, hecho por María Benítez, de Gamarra, César, que dibujó el afluente antes y después.
Arriba, en el segundo piso, hay una casa que se rearma. Lo hace a pedazos, con la reflexión de la gente que pasa por ahí, con lo que van pegando en sus paredes. Esa idea de “yo puedo hacer algo”, que precisa Mauricio Builes, uno de los comunicadores del museo.
Entonces se va tejiendo este cuento, a veces con preguntas (“¿quién construyó bajo las balas, bajo la sangre?; se imagina usted en su casa bien bueno y al otro día, ¿para dónde pego”). Y a veces, de pronto tendrá que detenerse a mirar esos caballos miniatura que están en el piso, yendo uno detrás del otro, o enfrentarse a esas batas negras que están colgadas en ganchos, con un mensaje al lado que dice que se las ponga:
“Las batas negras nos han acompañado en distintos momentos de dolor, actos de resistencia y conmemoración. Como aquel 16 de mayo de 1998, cuando ocurrió la masacre en la que los paramilitares desaparecieron a 25 personas y asesinaron a 7 más, en el sector suroriente de Barrancabermeja. Sacamos nuestras batas negras y rodeamos ataúdes vacíos para conmemorar a las víctimas. Las batas son nuestro escudo y armadura”.
LA MÁXIMA
“Soy olor a tierra negra recién sembrada, soy paisaje y soy raíz, sobre mí se crean la geografía de los sentimientos, el arraigo y el hogar. En mí y por mí cada quien se define: la comunidad en su territorio; los vecinos en su vereda; los campesinos y propietarios en sus terruños”: Introducción eje Tierra.