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A finales de enero de 1966 el comandante del ELN, Fabio Vásquez, que andaba muy preocupado por la moral de sus hombres y la escasez de armamento, dio la orden de preparar una emboscada. Camilo Torres llevaba ya más de cien días como guerrillero raso de esa guerrilla, esperando la hora de ir al combate y ganarse en franca lid su fusil.
En los tres meses largos que llevaba en el monte Camilo se había partido el lomo en el intento de borrar sus huellas citadinas, sus finas maneras, sus gustos burgueses, y había cambiado hasta la manera de andar. Un guerrillero se conoce en el caminado, le decían los muchachos, la mayoría campesinos curtidos de la región del Opón, una zona de trochas pedregosas, caminos jabonosos, hordas de mosquitos, zancudos, malaria cimarrona. Aprendió a lavar su ropa, a cocinar, a limpiar y aceitar la carabina, a hablar como un combatiente.
A mediados de febrero Fabio Vásquez mandó improvisar un campamento en un ramal denso del cerro de los Andes, por los lados del rio Cascajales, por donde debían pasar soldados adscritos al Batallón Bogotá. La mañana del martes 15, antes de ingresar por el sendero estrecho, el teniente Jorge González, comandante del pelotón, dio la orden de alargar las distancias entre los hombres para evitar que en caso de emboscada quedara copado el pelotón por las fuerzas enemigas. Estaban los guerrilleros atrincherados en un túmulo desde donde se divisaba a la entrada del camino una plancha de cemento abandonada que alguna vez sirvió para secar café, razón por la cual a la zona la llamaban Patiocemento.
A las diez de la mañana entró el soldado puntero, Eugenio Alarcón, y como no vio nada sospechoso alzó la mano para que sus compañeros lo siguieran. Apareció enseguida el sargento José Poveda y más atrás el resto en hilera dilatada. Cuando Fabio Vásquez vio llegar los tres primeros uniformados se levantó, apoyó la Madsen sobre su cadera y comenzó a vaciar el cargador. Camilo disparó los seis tiros que tenía su 38 largo y esperó la orden de recuperar armas. Cayó primero el teniente, luego el soldado, mientras que el sargento Poveda recibió una herida profunda en el brazo izquierdo y se refugió detrás de un árbol esperando la llegada de refuerzos. Fabio y Camilo saltaron hacia donde yacían los soldados, pero era ya muy tarde cuando advirtieron la carabina del sargento abriendo fuego tras del árbol.
Poveda accionó su punto 30 con la mano derecha y Camilo, el primero, el más alto de los hombres, recibió un primer disparo que entró por la cara anterior del hombro izquierdo y salió por la escápula de ese lado; se curvó con un quejido suave y comenzó a dar la vuelta cuando lo alcanzó de lleno el segundo tiro en el costado izquierdo, pasó por las costillas y tomó dirección de arriba abajo y de izquierda a derecha de su cuerpo, entró por el ventrículo cardiaco, abrió una tronera en la aorta, desgarró el diafragma, dejó una huella de pólvora en las entrañas, salió por la ingle derecha y lo dejó caer bocabajo sin remedio alguno.
Al instante saltó para ayudarlo un quinceañero llamado Carlos Viviescas, a quien todos llamaban Camilito, pero apenas se acercó lo alcanzó en el rostro una descarga. Y lo mismo le pasó a Aureliano Plata. Lo que siguió fue la penosa desbandada adelante y atrás. Huyeron los unos por Filo de Oro y los otros trataron de seguir en estampida a Fabio Vásquez, que se perdió desesperado en la espesura de la cordillera de los Cobardes.
Se hizo un silencio primordial. Al rato fueron llegando uno a uno los soldados de la retaguardia protegiéndose contra las ceibas y los cacaoteros. El sargento los llamó desde su refugio y entraron a buscar los muertos. Habían quedado tendidos en el campo cinco guerrilleros y cuatro soldados. Voltearon el cadáver de Camilo, aún revestido de la pálida y marchita majestad que hasta el final lo acompañó. Traía en su morral tres cartas en tres idiomas diferentes: una en español, la de su madre; la otra en francés, la de su fiel asistente Guitemie; la tercera en inglés, para un periodista de la revista Life. También guardaba una biblia en francés, una libreta de apuntes de tapa de cuero, unos lentes dorados y una pipa de cerezo con el anillo de plata que había comprado en Bélgica.
Mandaron a traer los caballos desde el puesto de control en el Centenario y acomodaron los cuerpos sobre angarillas hechas con troncos y lonas de tela de costal, y allí por la tarde los recogió un helicóptero de la Fuerza Aérea. Los llevaron hasta el Carmen y hasta allí vino de Bucaramanga el médico autopsiador Rafael Calderón Villamizar, quien constató que el occiso era varón de buena talla, que tenía los cabellos largos, la barba rubia, la tez blanca, la piel picada de pringadores. Y que por lo demás estaba muerto.