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En 2010 tenía en una bodega de Barrio Antioquia (Medellín), 2.000 kilos de fique teñido que había trabajado con los indígenas huitotos del Amazonas. Un accidente consumió en segundos su trabajo elaborado por años, pero fue como una epifanía: no era el fin sino el comienzo del camino.
“Ese día entendí que el objeto no importaba porque mi trabajo es sobre el saber. Cuando todo se echó a perder quedé tranquila, tenía el research, el conocimiento con el que podía entender e interpretar el mundo”, dice la artista antioqueña Susana Mejía (1978), mientras choca las palmas, con la seguridad de quien aprendió la lección.
El hilo incinerado no le importó. Su objetivo no era teñir dos toneladas. “Todo esto es efímero y está dedicado a acabarse”. Mira su estudio y ve las plantas que la acompañan. Le gusta el espacio que le rodea, especialmente las matas, pero no se apega porque siente que todo está destinado a desaparecer.
Por eso está convencida de que su logro más grande es el trabajo comunitario. Antes del incidente con el fique, estuvo durante año y medio en la cárcel El Buen Pastor haciendo tejidos con las reclusas, hasta que un día las cristianas le prohibieron la entrada: “Ellas son las dueñas allá y yo hablaba desde el budismo, de mantras y esas vainas”.
Se fue de ahí a Leticia y comenzó a teñir fique con algunas comunidades indígenas. Hizo varios talleres en un periodo de siete años en los que les enseñó a adultos y niños a extraer pigmentos de sus plantas para que pudieran aplicarlo a telas, papeles o fibras naturales.
El taller es el espejo de su cabeza: su modo de experimentación, lo que contempla y compara, y hasta cómo se ordena. Es abierto, tipo loft o galería. Parece un estudio para la ciencia: tubos de ensayo para procesos químicos y botánicos, herbarios, colecciones de plantas, libros (algunos incunables), una máquina para convertir el líquido en polvo, estereoscopios, probetas.
Su lugar de trabajo es como la cocina del chef: revela olores, disposición, estilo. En el caso de Susana no es uno que tiene pinturas y lienzos. El suyo está cercado de plantas; ella misma lo considera como un jardín. También es un laboratorio porque la química es fundamental, y un archivo vivo, por la colección y el acervo de herbarios.
Ahora trabaja con matas haciendo investigación etnobotánica, por la información que guardan. “Esas plantas están atadas a la historia y sus métodos de uso pertenecen a culturas ancestrales”, explica Mejía.
También el taller tiene un estudio de diseño y edición. El computador más viejo es el de Mejía: “Aquí la gente es más importante, incluidas ellas”, y señala las matas.
Su trabajo es colectivo y no le interesa el objeto sino el proceso y la investigación. A este modelo se le ha conocido en las prácticas artísticas contemporáneas como arte no objetual; sus obras no son representaciones (cuadro o escultura) sino que crea experiencias, hace procedimientos e investigación.
Luego está el trabajo con el otro. Las razones que la empujan a hacerlo son más fuertes de lo que parecen: “Cuando la gente aporta sus ideas, muchas veces es más interesante que lo que uno tiene en la cabeza”.
De hecho, los problemas de Susana y su equipo no son reflexiones sobre el arte contemporáneo o la subjetividad del artista. Es más terrenal, como por ejemplo, resolver qué hacer si un día aparece un gusano en una mata. “Qué vamos a hacer con ese gusano, que cómo lo quitamos, que si le sirve el ají, que si el ajo”.
Entretanto, Susana mira por los binoculares del estereoscopio, un tipo de microscopio que le sirve para observar lo que tienen las plantas adentro. Su trabajo es la vida en pequeño, con las que van cosechando grandes frutos; incluso sus celebraciones se reducen a cuando una mata brota: “Si germinan hacemos una rumba. La idea es bajar el ego. Venir acá y quitar gusanos, una cosa muy humana; no importa el objeto”.
Deja a un lado un vaso de agua y se acerca al tocadiscos y pone la aguja sobre un long play, al lado de sus anaqueles. Para ellos la vida es de pequeñas cosas, esas que se tienen que convertir en algo fantástico.