viernes
7 y 9
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De lo que hace que no le dan trabajo es que a Carlos Jaramillo le ven deambulando por el Centro como si le quemaran las plantas de los pies, vendiendo golosinas.
Al verse sin nada, con los bolsillos más vacíos que su estómago, se entretenía retirando las telarañas de la alacena. La nevera, repleta de espacio vacío, se empecinaba en encender su bombilla cada vez que él la abría, como para humillarlo, como para dejarle en claro el asunto ese de su miseria.
Ya estaba viejo, se decía. Por eso los trabajos de albañilería eran cada vez más escasos. Pero como no ha sido dado la pereza ni el pudor ha sido su aliado, porque, quién diablos vive del qué dirán, se decidió a apelar al rebusque. Sustrajo una de las canastas de verduras que se aburría muerta de frío en la parte inferior de ese electrodoméstico de la cocina, “la llené de confites y me puse a andar por las aceras del centro”. Esa situación no le iba a quedar grande.
Y vio que ese trabajo servía, al menos para no irse con hambre a la cama cada noche y para pagar los pasajes. Durante dos años anduvo con esa legumbrera colmada de golosinas, hasta que, andando los tiempos se hizo al carrito como de supermercado detrás del cual anda. Y paga sin demora la renta de la pieza de La Milagrosa, en la que vive solo.
“Tengo carné. O sea que tengo permiso para quedarme en un punto, pero sigo andando. Si me paro, me tullo”.
Y ese carrito colorido, con paquetes de pasabocas, maní y galletas colgando de las paredes externas, sujetos con pinzas, con bombones redondos rojos y morados encima, con un surtido de dulces, mentas, chicles, chocolatinas y cigarrillos en su interior, ya hizo olvidar a Carlos Jaramillo las penalidades de antes.
Mauricio Castaño pedalea cada mañana desde Moravia hasta la Alpujarra su triciclo colmado de cocos, cocos acaramelados, cocadas y panelitas de coco.
Paisano de la marquesa Bárbara de Caballero inmortalizada por Tomás Carrasquilla, muy pronto tuvo que venir a vivir a Medellín, con la familia, “porque la guerrilla me iba a llevar”.
Esos comestibles los prepara él mismo. Cada día por medio, se levanta antes del amanecer, va a la Plaza Minorista a comprar el coco y la panela y vuelve a casa a cocinar. Si le han quedado pedazos de coco blanco, tal como viene de la Naturaleza, lo sumerge en las mieles sacadas de la panela derretida. “Porque el coco partido no dura más de dos días”, dice y pelea con abejas.
“¡Hoy. Hoy apenas estoy saliendo por primera vez a la calle a vender café!”. Érika se ve risueña y emocionada, de modo que si no lo hubiera dicho, tal vez uno se daría cuenta de que está estrenando calle. Todavía está lejos de reflejar el tedio de otros, la malicia o el desdén de algunos más. Y todavía más lejos está el día en que su piel se vea curtida por la intemperie.
Empuja un carrito diseñado con gracia. Los laterales de cuero sintético atados con cabuya. Media docena de termos grandes descansan en la parte alta. Vende café negro, con leche y capuccino. Y alguna parva que guarda en la parte baja del vehículo. “Yo había trabajado en el mostrador de un almacén. Primera vez que salgo a las calles. Somos varias niñas. Nos capacitamos en el Sena”.
No crea, cargar una carretilla de construcción con seiscientos bananos desde la Plaza Minorista hasta Bolívar con Amador, pues claro que tiene su cuento.
“Con seis cajas, la surto, y cada caja trae cien. Haga la cuenta”. Ese que habla es Julio César Piedrahita. Dice que lo duro de su trabajo es traer la carga, por la mañana, porque ese peso se va asentando y de allá para acá es subiendo, aunque uno no lo note mucho.
Trabaja con el burro amarrado. ¿Usted sabe qué es trabajar con el burro amarrado? Pues que hoy surte sin pagar un peso y, mañana, cuando vaya a surtir nuevamente, paga lo de hoy, y así.
Al observar ese negocio, uno entiende que el cuento está en la organización de las frutas. No están dispuestas de cualquier manera, sino que están puestas una a una, aprovechando la curvatura de ellas para que el cerro dé la vuelta en ese vehículo que no es cuadrado, sino más bien ovalado. Y aquellas frutas que son casi rectas, las deja para encarrarlas en la parte de atrás, la que queda más alta al levantar la carretilla y más cerca de él, o en el centro. Así no se cae la torre. Bueno, a veces se va la rueda a un hueco y se riegan, de todos modos, pero es más estable. Una hora tarda en encarrar esos seiscientos bananos. Y una hora más en llevarlos hasta ese esquina central.
“No llevo sino la bobadita de diecinueve años vendiendo bananos con esta carretilla roja. Antes sí era bueno este negocio —despacha, cobra, devuelve, habla—, pero ahora....