viernes
7 y 9
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El maestro Andrés Orozco Estrada no lleva el traje negro de los conciertos. Está de tennis. Saluda al solista invitado, el chelista Johannes Moser, con el que hablará a veces en inglés, a veces en alemán. Saluda a los chicos de la Filarmónica Joven de Colombia. Empieza el ensayo.
–El caso especial de la Filarmónica Joven es que antes de que yo llegue –explica–, antes de mi aporte, trabajan con profesores individuales y luego hay un director asistente que está con ellos preparando la obra, de tal forma que cuando llego está la estructura armada.
El maestro tiene la batuta en su mano derecha. Se mueve, como igual se le mueven los crespos al ritmo de la música. Mira a los violines, a las violas, a los demás instrumentos, mientras uno de los movimientos del concierto para violonchelo Nº 1 en Mi bemol mayor, Op. 107 de Shostakovich, toma forma.
Mira al chelista. Solo necesitan esa mirada corta para saber qué sigue. A veces incluso no se miran y las que conversan son su mano izquierda y el arco del chelo. Johannes termina un movimiento y tira el arco con fuerza hacia al lado del maestro, como diciéndole que es su turno. Pasa algo en la melodía: el chelo se silencia unos segundos.
El director hace un movimiento de batuta. La música se reemplaza por un bravo, que sale de él, y unos aplausos que se hacen entre los pies y el piso. Cambian las hojas de la partitura. Dice algo en inglés para el chelista y luego algo en español para el chico del corno: que no esté tan solo atrás, que mejor y se haga al lado de los clarinetes.
–Número 9, por favor– y los músicos revuelven las hojas.
Un movimiento de batuta y los gestos de Andrés Orozco Estrada van reemplazando a ese hombre de camisa azul. Se mueven los ojos y la nariz y la boca, se mueven las manos y los pies y hasta, seguramente sin que se note, se mueven las orejas.
–No hagas diminuendo. Puedes hacer ti-ta-ti-ta –e imita el sonido con la voz.
Reinician y vuelven a parar segundos después. Le señala al corno que tiene que estar listo para tocar, que si se acomoda no alcanza. Música de nuevo, señas con la cara, vuelve la pausa. Que debe intentar un poquito más articulado, que el sabe que es muy rápido, pero que trate así, como él le indica con la voz.
–¿Probamos?
Y prueban. Gracias, suelta después. Así era.
–¿Puedo escuchar cuerdas?
Y las escucha. El sonido, sigue su comentario, debe ser más compacto. Vuelve a hacer el sonido con la boca, como lo hará varias veces más. Los muchachos lo miran y lo escuchan y luego pasa eso que él dijo y el maestro aplaude con la batuta y el podio y ellos con lo que puedan: los pies, el arco, el atril.
–El trabajo que me corresponde a mí –expresa el maestro en el descanso– es una cosa ya de sacar los colores, los últimos detalles, cosas del tempo, pero no tengo que estar preocupado por empezar desde cero. Cuando haces obras como esta, hay que estar dependiendo de lo que el solista quiere y necesita, pero al final es sobre todo sacarle todos los caracteres, y aprovechar el tiempo.
– ¿Y qué dijo Johannes?
– Estaba contento. Le parecieron muy talentosos los muchachos. Estamos en proceso.
Durante el ensayo, Mariángela Quiroga estuvo sentada al frente de ese piano pequeñito en una caja de madera, que no es un piano. Se llama celeste. Esperó en silencio hasta cuando el chelista y el maestro la miraron –un momento que parecieron solo ellos saber–. Tres sonidos, como de campanas, delicados. Volvió a esperar y luego otra vez, un sonido más largo.
–La celeste –explicó ella un día después de ese ensayo–, al igual que el piano, se empieza a utilizar en las obras orquestales desde el romanticismo en adelante. Es un poco complicado. No todo el mundo tiene una celeste. Esta es digital, no acústica, por eso yo le decía al maestro que estaba al tope del volumen –el director, entre risas, le contestó que le diera duro, que se notara que había almorzado–, pero ya estoy digitando más. Hoy logramos un mejor trabajo.
Durante el concierto, la celeste se escucha solo en el segundo movimiento de esta obra, en un diálogo con el chelista. Por eso ella espera, concentrada, para no tocar ni antes ni después, sino en el punto exacto, ahí cuando el chelo y la celeste se miran a su manera.
El maestro sigue en su podio. Los músicos en sus sillas. En la partitura van del 15 –estoy poniendo a sufrir al corno, dice él– al 23 –yo sé que es un poquito incómodo, pero eso es como a 220, 300 voltios–, luego al 27 y al 54 –la versión antisiesta–. Saltando aquí, corrigiendo allá, se ríen, y al de la batuta hasta se le olvidan los chistes malos.
– Él –comenta Mariángela– tiene un montón de energía. Lo más importante es la musicalidad, la madurez y la energía que le da a la orquesta. La seguridad. Aparte es muy querido. Uno puede hablar con él.
El concierto es esta noche, a las 8:00. Tocarán, además de la obra de Shostakovich, La consagración de la primavera, la más fuerte de Stravinski, también compleja y exigente. Todo empezará, sin embargo, con Escaramuza, pieza de Gabriela Lena Frank, de ritmos peruanos.