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No había cumplido su primer año de vida en la Colombia amarga, cuando Humberto de la Calle Lombana sufrió, entre pañales, el drama del desplazamiento forzado. Nació el 14 de julio de 1946, en una familia muy liberal, en el muy conservador municipio de Manzanares, Caldas. Sus padres fueron Honorio de la Calle, trabajador en la Central Hidroeléctrica de Caldas, y la profesora Georgina Lombana.
A comienzos de 1947, un año antes de que fuera asesinado el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, gota que acabó con la paciencia y el miedo del liberalismo, acosado por una campaña sistemática de exterminio contra sus líderes y simpatizantes en todo el país, a manos de sicarios cobijados bajo el régimen conservador en el poder, le advirtieron a la familia De la Calle Lombana, que hacía parte de una de las listas de personas a extirpar por liberales.
Amparada en las sombras de la noche, la familia dejó Manzanares y huyó al destierro. Entre brazos llevaban a otro bebé, Mario, hermano de Humberto. La primera mano amiga se la tendió Camilo Mejía Duque, líder social que protegía a las víctimas de la violencia política, quien los acomodó en una pieza de su casa en Pereira. Los años de destierro los pasaron en una casa de las afueras de Manizales. La disputa partidista se saldó con más de 200.000 muertos, millones de desplazados y todas las ciudades capitales invadidas de tugurios. De la Calle sobrevivió a la vorágine.
En Manizales su madre logró matricular a De la Calle en el Colegio Mayor de Nuestra Señora, propiedad de la Arquidiócesis de Manizales, y calificado como uno de los establecimientos de mayor prestigio en Caldas.
Ni las misas ni el contacto permanente con los sacerdotes, ni la cátedra de religión lograron enrutar a un inquieto Humberto, como siempre lo han llamado sus amigos, por las teorías bíblicas clarificadoras de todos los hechos sociales, naturales y del Universo mismo.
Al contrario, arrastrado por otros vientos filosóficos, poéticos e ideológicos, bebió en la copa del “profeta” nadaísta Gonzalo Arango y desenrutó su vida hacia lecturas existencialistas, nihilistas y de poetas malditos que llevaban a los adolescentes díscolos de esos tiempos, De la Calle era uno de ellos, a vivir muchas de sus noches entre lecturas, debates y vinos.
El nadaísmo iba contracorriente de toda lección escolar formal en una sociedad que, para el movimiento de Arango, “si no estaba muerta, apestaba por su olor a sotanas sacrílegas, regimientos y maquinaciones políticas”. Por ello predicaban desafíos a la acción y a la irreverencia. Aconsejaban pisotear hostias y derribar un mundo donde lo único que se podía dejar para mañana era la muerte.
De la Calle, lector compulsivo desde temprana edad, se convirtió en discípulo, más no en nadaísta consumado. Aportó a su causa desaconsejando a sus amigos más cercanos en el colegio y la tibia sociedad manizaleña. Devoró a Arthur Rimbaud, Mayarmé, Cobiere, Desbordes-Valmore y otros de la generación francesa de los poetas malditos. Se jugó su propia existencia escribiendo poemas en el periódico Juventud, del que fue su director en Manizales.
Sus versos llegaron a la rectoría del colegio, en manos de monseñor Santiago Marín, quien no dudó un instante en expulsarlo del establecimiento, pero su destierro escolar solo duró unas horas. Lo salvó el profesor de filosofía Raúl Aristizábal, quien convenció a monseñor que los escritos de De la Calle, aunque tenían mucho de irreverentes, solo eran la expresión de un alma inquieta, de esas que con el pasar de los años terminaban dando lustre a sociedad y sus instituciones.
Del colegio pasó a la Universidad de Caldas de la que salió con título de abogado en 1969. Su capacidad de oratoria y el conocimiento profundo de todos los temas que abordaba llevaba a que su círculo más cercano de amigos siempre lo llamaran “Humberto, el hombre hecho para grandes cosas”. Personas cercanas a él en la capital caldense lo recuerdan con un hombre de pelo largo, siempre con un libro en la mano.
En sus años universitarios se apasionó por las leyes y debatió muchas de las visiones de los “profetas” del movimiento nadaísta para los que la única ley futurista que aceptaban era la que acabara con esta “sociedad de mierda”.
La vida lo tenía para otras cosas y él, como un Moisés, supo separar las aguas, mover montañas sociales, ideológicas, políticas y resolver, con el poder de la palabra, guerras enquistadas por décadas en las entrañas de la sociedad colombiana. La más importante y la última con las Farc, que ya llevaba medio siglo con el movimiento y el propio gobierno derrotados.
Empezó su carrera profesional como juez de pueblo, dicen que detrás de la mujer que lo enamoró por primera vez en su vida y a la que sigue queriendo para siempre: Rosalba Restrepo, graduada en Economía Social y Familiar en la Universidad de Caldas. Con Rosalba tiene tres hijos: José Miguel, Alejandra y Natalia, quienes los colmaron con varios nietos.
Fue decano de las facultades de Derecho de las universidades de Caldas y Nacional - Seccional Manizales. En 1982 viajó a Bogotá para ocupar el cargo de Registrador Nacional del Estado Civil. En 1986, un año después del holocausto del Palacio de Justicia, a manos del M19, fue nombrado magistrado de esa alta corte, asumiendo la tarea de reconstruirla, luego fue asesor del presidente Virgilio Barco y Naciones Unidas en temas electorales.
En 1990 llegó a la Presidencia de la República César Gaviria Trujillo. El país vivía uno de los peores momentos de su historia. El narcotráfico, liderado por Pablo Escobar, le había declarado la guerra al Estado y los muertos se contaban por miles. En otra cresta de la confrontación guerrilleros y paramilitares arrasaban en campos y ciudades; la violencia y la intolerancia ciudadana rebosaban la copa de la vorágine nacional. Medellín, Cali y otras ciudades capitales alcanzaban picos históricos de asesinatos, atentados y desapariciones.
Como presidente, mediante un decreto de excepción, Gaviria pidió que se contabilizara la séptima papeleta, introducida en las urnas en las votaciones para el legislativo y otros organismos de poder regional y local, por un movimiento estudiantil a fin a que se solicitara una reforma constitucional mediante la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
De la Calle, calificado como un orador extraordinario, gran claridad conceptual y quien no conocía personalmente a Gaviria, fue nombrado por él como ministro de Gobierno, con la misión de liderar el proceso de la Asamblea Nacional Constituyente, una tarea en extremo compleja por las amenazas y atentados contra muchos de los que harían parte de la misma.
Las semanas y meses que siguieron fueron quizás los más complejos de la vida de De la Calle. Siempre en silencio, tocando en una y otra puerta, tratando de convencer a uno y otro político, líder social, gremial, guerrillero desmovilizado o en armas; indígenas, afrodescendientes y al pueblo colombiano mismo, al final, logró que se instalara la Constituyente.
La prensa capitalina y regional fue especialmente dura cuando conoció la figura que había designado Gaviria para liderar un cargo que reorientaría la historia política y de poder del país, en defensa y promoción de los Derechos Humanos y que pondría fin al mandato de la carta de 1886, que durante un siglo y en pleno cierre del siglo XX seguía rigiendo al país.
Tal Constitución estaba hecha a la medida de las ambiciones del Partido Conservador para que este gobernara para siempre. Se le criticaba además por centralista, excluyente y ser un blindaje del Ejecutivo frente a cualquier ambición ciudadana o liberal.
En sus editoriales los diarios fustigaban a De la Calle y se preguntaban cómo un señor sin tradición política podía sacar adelante la nueva Constitución. La presión fue tal, que el mismo De la Calle tomó la decisión de pedirle al presidente Gaviria que lo bajara de tal responsabilidad. Al contrario de su pedido, el Presidente le brindó su respaldo y le advirtió que él no gobernaba para los medios de comunicación.
Tres imposibles sorteó De la Calle para hacer realidad el cambio de la Carta: coordinar el trabajo de quienes conformarían el equipo constituyente, garantizar en el mismo la presencia y el protagonismo de la guerrilla en armas y la recién desmovilizada como el M19, el EPL, PRT y Quintín Lame, los tres últimos en procesos liderados por el propio De la Calle. Lo más crítico: convencer al Congreso de la República que diera por terminado su periodo para que se sometiera a unas nuevas elecciones, una vez se firmara la carta.
Las Farc y el Eln descartaron su participación, a través de delegados, luego de que el gobierno bombardeara Casa Verde, santuario del Secretariado de las Farc en Meta.
Contra todo pronóstico, De la Calle cumplió la tarea. El 4 de julio de 1991, en el acto de clausura de la Constituyente, la asamblea en pleno se levantó de sus asientos y ovacionó por cinco minutos al “desconocido y nadaísta de otros tiempos De la Calle”, quien desde el poder de la palabra, tendió cientos de puentes para acercar lo inacercable en un país pródigo en divisiones ideológicas, políticas, académicas y sociales.
La carta democrática diluyó el hielo entre el gobierno Gaviria y las guerrillas de la Coordinadora Gerrilerra Simón Bolívar, en el intento de negociacion en bloque que se realizó por esos tiempos. Se reactivaron los diálogos, primero en Caracas, Venezuela y luego en Tlaxacala, México. Pero la escalada terrorista guerrillera para mostrar poder en la mesa fue tal que el gobierno prefirió poner fin a los diálogos.
Con la gloria de la popularidad en sus manos, un sector del liberalismo invitó a De la Calle para que presentara su nombre a la consulta del partido para elegir su candidato a la Presidencia, pero fue la maquinaria la que se impuso y eligió a Ernesto Samper, quien derrotó al conservador Andrés Pastrana.
A regañadientes, De la Calle aceptó ser la fórmula vicepresidencial de Samper para calmar las aguas y evitar divisiones. No despegaba el mandato presidencial cuando estalló el proceso 8000, que dejó en la cárcel a buena parte de la bancada liberal, al ministro de Defensa de Samper, Fernando Botero, y a otros de sus más cercanos colaboradores.
Ante las evidencias de haber financiado su campaña con plata del cartel de Cali, De la Calle le pidió a Samper que renunciara, pero este se atrincheró y puso como escudero a Horacio Serpa, zorro de la política tradicional, formado en la escuela del Frente Nacional, cuando liberales y conservadores se repartían el poder y consolidado en los tiempos de la “operación avispa”. A Serpa le funcionó su estrategia de dichos y trovas... “De la Calle no es ni chicha ni limoná”... “esto dijo el armadillo (...) lo que soy yo me quedo aquí en la Presidencia... Por dignidad De la Calle renunció a su cargo para no hacer parte de un gobierno espurio.
En 2001-2003 fue ministro del Interior del gobierno Pastrana y embajador ante la OEA, en el que presidió los debates que llevaron a la aprobación de la Carta Democrática Interamericana, doblegando con sus conocimientos y capacidad de oratoria al gobierno del extinto Hugo Chávez Frías, en ese momento en pleno esplendor con su proyecto socialista siglo XXI.
En octubre de 2012, en su segunda reelección Santos lo designó como jefe del equipo de gobierno en nuevos diálogos con las Farc, una empresa por la que nadie daba un peso, conociendo las burlas del grupo armado a todo intento de salida negociada al conflicto.
Luego de un proceso de cinco años, maratónico y desgastador, el 27 de junio de 2017, en Mesetas, Meta, uno de sus santuarios, el grupo armado entregó sus fusiles, poniendo así fin a 54 años de lucha armada, miles de muertos, desaparecidos y millones de víctimas y desplazados. Pero, el debate pasó a la orilla de la confrontación política y medio país rechazó el acuerdo, que hoy es caballito de batalla en la contienda electoral entre los que lo quieren hacer “trizas” y quienes pretenden desarrollarlo para avanzar en la búsqueda de la paz.
Para distintos analistas, De la Calle, de nuevo en la cúspide de su gloria como conciliador y diplomático, comete el error de lanzarse a una contienda electoral, esta vez buscando el apoyo del Partido Liberal y amplios sectores ciudadanos por lo logrado con el pacto que llevará a Colombia a avanzar en la paz.
El liberalismo, de nuevo, más interesado en lograr favores políticos, desvió sus caudales electorales a candidatos con más opciones y dejó a De la Calle en mitad de la nada, rumiando sus propios pensamientos entre cervezas y en tabernas solitarias. Diría Gonzalo Arango siguen lejano el tiempo en que este país descubra a su descubridor.