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En Jericó, las mujeres son de película

El vuelo infinito de los días, un largometraje que explora el espíritu femenino. Historias dolorosas, aunque evocadas con dignidad y humor.

  • Jericó, el infinito vuelo de los días, fue vista en Jericó el pasado jueves. En Medellín se estrenará el 10 de noviembre. En el resto del país, el 17 del mismo mes. FOTOS Jaime Pérez
    Jericó, el infinito vuelo de los días, fue vista en Jericó el pasado jueves. En Medellín se estrenará el 10 de noviembre. En el resto del país, el 17 del mismo mes. FOTOS Jaime Pérez
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  • En Jericó, las mujeres son de película
23 de octubre de 2016
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“El espíritu no tiene edad, el que envejece es el cuerpo”. Esta es una de las tesis de la cinematógrafa Catalina Mesa, quien presentó en Jericó su película El infinito vuelo de los días.

Un largometraje que ella instaló a medio camino entre el documental y la ficción, y con el cual logró mostrar el espíritu femenino de Jericó —y seguramente de la región— mediante el relato de historias de mujeres de diversas edades, condiciones sociales, económicas e intelectuales.

Campesinas y urbanas, una de ellas víctima de la violencia, otra discriminada socialmente por negra, otra frustrada por no haber podido estudiar, una más por no haberse casado, y casi todas menospreciadas al haber vivido en tiempos de más inequidad que estos, cuando las mujeres poco contaban en la sociedad. Eran como menores de edad, dependientes de padres o esposos.

La mayor de ellas es una mujer de 102 años —a la hora del rodaje; hoy tiene 104—, dueña de una lucidez singular, y la menor, una adolescente que apenas se desenvuelve en el mundo como la madeja de pita de su cometa. Todas dueñas del orgullo de ser mujeres.

Como dice Catalina: “Se es joven hasta que se tiene salud y entre las mujeres, la coquetería nunca se pierde”.

Viuda a los 29 años de edad y con diez hijos: así se vio Ana Luisa Molina viuda de Vallejo en 1965. Ella es una de las mujeres que cuentan apartes de su vida en la película Jericó, el infinito vuelo de los días, de la cineasta Catalina Mesa.

Como las otras mujeres que participan en el documental, en los últimos días ha estado feliz. La sonrisa no se le desaparece de su rostro.

El día del estreno del documental en el Teatro Santa María, la mañana la pasó poniéndose un bonito traje, con un colorido pañuelo de seda alrededor del cuello, y maquillándose. Se colgó del hombro un bolso de cuero y salió a andar desde el mediodía, del brazo de su hijo José Bernardo, un fraile dominico que tomó unos días para estar con su mamá.

Se supo que algunas otras del grupo tuvieron turno en el salón de belleza para lucir como estrellas en la noche.

Ahora que se recuerdan esos momentos difíciles de los años sesenta, José Bernardo expresa su orgullo por el estoicismo de su madre.

Ella había aceptado casarse con un hombre que ya tenía diez hijos de otro matrimonio y hasta no sentir rencor por la otra mujer.

Lo primero, como resultado de una condición que le puso su esposo, Bernardo Vallejo, al parecer pariente del jericoano más ilustre, Manuel Mejía Vallejo, consignada en el siguiente imperativo: “No me pregunte nunca para dónde voy ni de dónde vengo”.

Y lo segundo, más que no guardarle rencor a la otra mujer, lo cual habría sido ya una muestra de civilización poco frecuente, le servía cuando necesitaba y hasta iba a su casa, no muy lejana de la suya, a aplicarle inyecciones cada vez que lo requería.

Y a esos hijos del otro matrimonio los ha querido como si fueran propios y enseñó a sus hijos a quererlos también, de modo que no pocas noches han dormido en su camas y comido en su mesa.

De regalo por haber accedido a casarse con él, Bernardo le dio una hacienda en un sitio rural de Jericó.

Un accidente, la fractura de la columna vertebral, acabó la vida de Bernardo, un hombre que mantenía a sus familias con solvencia y prosperidad.

Tras su muerte, nadie hubiera dicho que ella fuera a sufrir estrecheces, por más que tuviera que saciar el hambre de diez estómagos —además del suyo—, el mayor de ellos de diez años, el menor en brazos. “Diez, porque en ese tiempo, una quedaba en embarazo desde que estaba en la dieta”, explica ella.

“Por eso en mi casa —complementa el fraile—, la mayor parte de los hermanos nos llevamos diez meses”.

Sin embargo, en ese tiempo, la mujer poco valía. La fortuna de Vallejo quedó en manos de albaceas y se tornó humo. Por fortuna, de todo ello quedó una casa situada a dos cuadras del parque principal, que aún ocupa. Y desde ese momento, Ana Luisa Molina viuda de Vallejo se vio en obligación de trabajar para sostener esa familia.

La vida dura

Aplicó inyecciones y cuidó enfermos por poblados y campos a las horas más insospechadas. Y sus hijos, los más grandes, hacían diligencias y prestaban pequeños servicios a cambio de algunas monedas.

Hasta que un religioso le sugirió que montara un kínder. Nadie sabe a qué horas ella se había graduado de normalista y no podía dejar que ese diploma se llenara de polvo inútilmente, colgado como estaba en una de las paredes de la vivienda.

En la sala de su casa atendía a 35 niños y en el resto de ella, a los otros diez, los suyos. De modo que debía correr como loca para dibujar palitos y bolitas en el tablero y regresar a la cocina a bajar las papas de fogón para que no se quemaran. Estar atenta a que sí comieran los más pequeños y volver al aula a repetir “La luna se llama Lola”.

Pero valió la pena, dice al cabo del tiempo: con esa educación suya, rígida y estricta, sacó varios hijos profesionales y otros negociantes.

Ana Luisa es Miembro Correspondiente del Centro de Historia de Jericó.

“Me gusta rezar —dice Ana Luisa—. Hago parte de la Legión de María y si paso veinte veces por el parque, veinte veces entro a la iglesia de Las Mercedes. Y me gustan las fotografías”.

Su hijo, el fraile, interviene para decir:

“Y también le gusta leer EL COLOMBIANO cada mañana con tinto y cigarrillo; jugar chance, o si no, muestre el papelito con los números que han ganado en los últimos días, que guarda prensado en la cinta del brasier. Y callejear, a mi mamá le gusta mucho callejear”.

La película

Con el propósito de explorar el espíritu femenino, Catalina Mesa escogió a Ana Luisa y a otras ocho mujeres para que contaran sus historias que tienen amargo y dulce.

“Le planteé mi inquietud a Roberto Ojalvo, el director del Museo Maja, y me conectó con Nelson Restrepo, director del Centro de Historia, para que me ayudara a encontrar las mujeres del documental. A Nelson lo llamo ‘la llave de oro de los encuentros’”.

Él escogió unas veinte candidatas a mostrar su intimidad. Y con ella, Catalina se reencontró con campesinas que, en su familia, habían dejado de serlo desde hacía dos generaciones.

“Aprendí hasta a tomar tinto”, dice esta mujer que ha vivido y estudiado en Francia.

La selección de las mujeres fue intuitiva y orgánica. Se decidió por representantes de diversos sitios, condiciones intelectuales y formas de ser diferentes. “Un caleidoscopio de lo femenino, aunque todas conforman un solo espíritu”.

Les envió preguntas a cada una y se las dejó para que vivieran con ellas unos días. Sabía que las historias emergerían y, con ellas, lograría darle a la obra un toque de ficción. Les preguntaba: “¿dónde te sientas habitualmente’, ‘¿qué quieres transmitir? ¿Las colchas de retazos?”. Estaba con Fabiola (García) en su casa y, de pronto, oía que gritaban desde la calle por la ventana: “¡Fabiola!...”, y le preguntaba: “¿Quién vino?”. “Es una amiga. Mi vecina, que viene diario a ver cómo estoy”... Y pensé que a esa amiga debía incluirla. La creación se iba integrando con la vida. Con mi grupo en París seleccionamos las historias más potentes”.

La música también la tenía clara: el piano de Teresita Gómez y otras canciones que cantaban nuestros abuelos. Tenía clara la película en mi cabeza.

Cuando terminó la edición se dio cuenta de que era una historia de mujeres solas y como el psicoanálisis dice que toda obra es un retrato de uno mismo, Catalina se puso a llorar. “Mi intención no era hacer una historia de mujeres solas”.

Catalina Mesa cree que seguirá por esta senda, la de contar historias de autenticidad. No inventar. No le gusta imponerle sus respuestas a la realidad

Entre tanto, uno se pregunta: ¿por qué Ana Luisa está feliz contando una historia dura, la suya? Está feliz porque, por una parte, contar las cosas siempre es una acción liberadora. Tal vez quien escucha recibe una pequeña parte de la carga, del dolor. Por otra, “nunca me hubiera imaginado que a mi edad me hubieran tenido en cuenta para una película”.

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