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7 y 9
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Cualquiera apostaría que pocas personas de Medellín saben quién es el creador de la escultura de la pileta de la iglesia de San José, en el cruce de la Avenida Oriental con Ayacucho.
Es una escultura negra, en bronce, que, cuando está encendido el surtidor del agua, un gigante, del cual se ve la cara barbuda y recia, vierte el líquido por su boca bien abierta. Más abajo, un niño lo recibe en una ponchera.
A dos pasos de allí, los agentes cuidanderos del espacio público, ante la pregunta de tal autoría, responden con otra: “¿Cuál escultura?”.
¿Será que de tanto ver las cosas, ya no las vemos más?
En el muro de la fuente, una mujer come su desayuno; cuatro personas parecen esperar a otras, y en el redondel interior, dos niños juegan a perseguirse, dando vueltas a esas simpáticas figuras.
Junto a la esquina, una cartelera cubierta con vidrio, da la respuesta: Francisco Antonio Cano, 1910.
En la ciudad hay decenas de esculturas. Unas históricas que, en su mayor parte, muestran hombres elegantes o militares con charreteras; otras religiosas, y también artísticas. Las de Botero las brillan cada que es conveniente; las otras no siempre corren igual suerte.