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Dos meses habían pasado desde que Otto Frank (Frankfurt, 1889), recibía en su despacho de la calle Prisengracht, en Amsterdam, noticias del desembarco aliado en Normandía, algo que lo llenó de esperanza. Desde junio de 1944 intuyó que los nazis podían ver el final de la guerra en breve y que la vida de su familia volvería por tanto a la normalidad.
Lo que no sabía Frank era que los buenos augurios del final de la contienda más sangrienta de la historia implicarían en ese momento para los suyos una hora fatídica, como víctimas de la maldad, y casi signados por la mala suerte por donde quiera que fueran.
Otto no supo estas y otras cosas hasta su liberación y el verdadero fin de la guerra. El 27 de enero de 1945 se vio libre y pensó por un momento, con la llegada de los rusos, que la pesadilla en vida había terminado. Pero de súbito recordó la mirada de su hija Margot, la última vez que la vería, el 6 de septiembre de 1944, cuando la familia fue separada por el odio nazi. “Nunca en mi vida olvidaré su mirada”, relató siempre tras ese día.
Al volver a Amsterdam, en junio de 1945, se acordó de la esperanza que vivió un año atrás, pensando que la inminente llegada de los aliados significaría la salvación. Pero ni esa suerte cabía en una vil Segunda Guerra Mundial. No obstante, Miep Gies, su amiga cercana desde 1933 y cómplice de su escondite en “la casa de atrás” por años, le dio una noticia que lo dejó frío por lo buena y por lo genial en medio de la desgracia: Su hija Ana había dejado un testimonio de aquellos años antes de la captura y la pesadilla, y vaya literatura sembró en la historia para que tal sufrimiento no quedara olvidado por la humanidad.
Un día de verano en 1942, de los últimos que vivió Ana en verdadera libertad, esta señaló a su padre un cuaderno que quería tener. A los pocos días, nada más que en su cumpleaños (12 de junio), recibió el regalo que esperaba, el cuaderno en tela a cuadros rojos y negros. Si bien era un libro de autógrafos, la menor de los Frank decidió que lo utilizaría como diario.
Como una literata de honores, la que quería ser para la posteridad, se vio envuelta en la escritura del mismo casi de inmediato. En la descripción de su cotidianidad y la de su familia.
Pero de cotidiano no había mucho en el nuevo hogar al que se trasladarían. Su padre, un veterano de la Primera Guerra Mundial a quien paradójicamente se le había entregado la Cruz de Hierro alemana, veía cómo el país al que había defendido a muerte perseguía ahora a los de su religión por el capricho de unos megalómanos nazis.
De allí que a pesar de haber migrado desde Frankfurt a Holanda en 1933 —como directivo de la empresa productora de pectina Opekta, y por temor a las consecuencias de la irracionalidad en el poder—, un mes después de que su hija Ana iniciara la escritura de su diario se escondió, como toda la familia Frank, en una estructura oculta tras su oficina, en la calle Prisengracht, el 9 de julio de 1942.
“La casa de atrás” era un espacio estrecho de tres pisos en la parte posterior del edificio de Opekta, con acceso a un patio detrás de las oficinas. En el primer nivel había dos pequeños cuartos, con un baño adjunto sobre el que se encontraba una gran habitación, con otra más pequeña adosada. Desde esa última se subía hacia el ático. La entrada de la achterhuis (su nombre en neerlandés) quedó disimulada tras una estantería.
Los primeros habitantes del lugar eran por supuesto los Frank. Otto, el padre, su esposa Edith Hollander, la hija mayor Margot, y Ana, la menor. A los pocos días recibieron en dicho espacio a la familia Van Pels: Hermann, su esposa Auguste y su hijo Peter. Por último, el 16 de noviembre, el dentista de Miep Gies, Fritz Pfeffer, se convirtió en el octavo residente.
El pilar fundamental de esta astuta solución de los Frank para eludir la persecución de los nazis, era la ayuda del círculo de confianza de Otto en Amsterdam. “Nunca hubieran podido aguantar dos años sin el apoyo de esas personas que les suministraron alimentos, ropa, combustible para el invierno, entre otras cosas para que pudieran sobrevivir”, afirmó David Solar, historiador y director de la revista La Aventura de la Historia.
Ese círculo estaba conformado por Miep y Jan Gies, miembros de la resistencia holandesa y sus colaboradores más cercanos; Johannes Kleiman, empleado de Opekta que fue arrestado seis meses tras el descubrimiento de la casa; Víctor Kugler, otro subordinado a Frank arrestado por la Gestapo en 1944 y que posteriormente escapó; tal como Bep y Johannes Voskuijl, hija y padre, que diseñaron y construyeron el anexo.
Las descripciones de Ana en torno a su vida, y la de otros judíos en esa estructura clandestina, precisan un nivel de maestría literaria, algo que da fe del talento que se perdió para siempre por cuenta del holocausto.
“Empieza a hacer anotaciones que como vemos son la vida cotidiana, con frecuencia serían incluso nimiedades, pero Ana Frank las hace apasionantes en su relato. Su diario es toda una experiencia vital en torno al amor, al temor, a la vida, a la convivencia difícil de las personas en un espacio limitado. Llega a ser incluso una reflexión existencial que transcurre sobre la bondad, la alegría y la ilusión, a pesar del peligro contiguo de ser descubiertos”, recalcó Solar.
Por tanto, mientras Otto aguardaba ansioso noticias del avance aliado desde el exterior, desconocía que su hija menor daba sus primeros pasos en la literatura desde los 13 años. Y no solo eso, sino que esos pocos pasos, a veces incluso dubitativos, la inmortalizarían.
Todavía se desconoce quién denunció en el verano de 1944 a los Frank, que se escondían en “la casa de atrás” sin hacer daño a ningún habitante de Amsterdam. El 4 de agosto, por tanto, y dos meses desde el desembarco aliado que suscitó ilusión en Otto, los nazis irrumpían en su modesto hogar y llevaban a todos sus residentes al campo de tránsito de Westerbork, a la espera de órdenes. El diario de Ana les pareció sin valor y lo dejaron botado, hasta que días después Miep lo recuperó.
El 2 de septiembre abordaron un tren hacinado de otros judíos, todos con frío, extenuados y en medio de excrementos, que finalizó su penosa marcha en tres días, en un sitio desconocido y pantanoso. Allí los Frank, los Van Pels y Pfeffer, personajes del maravilloso relato de Ana, asistirían a la pesadilla de Auschwitz y el exterminio sistemático realizado por los nazis.
Contaron, dentro de todo lo nefasto, con suerte, a excepción de Hermann Van Pels, gaseado a poco de llegar. Ana, Margot, Edith y Auguste pudieron permanecer juntas en el complejo II - Birkenau. Los demás, aunque separados, no tuvieron el mismo destino de Hermann.
Esa suerte duró poco. Ante la cercanía de los rusos, a solo leguas de Auschwitz, los nazis empezaron a mover prisioneros rumbo a campos de Alemania. Ana, Margot y Auguste fueron trasladadas a Bergen-Belsen.
“Este fue en un principio un recinto de trabajadores, después cercado para prisioneros de guerra. Con la guerra ya avanzada, fue un campo de paso para llegar a otros de exterminio. Cuando el conflicto fue yendo en contra de los nazis y el avance soviético ya había penetrado en Alemania, fue rehabilitado como campo de concentración”, explicó a EL COLOMBIANO José Ángel Hernández, director del Departamento de Historia de la Universidad Sergio Arboleda.
Entre rejas, una amiga de Ana de la escuela escuchó que se encontraban en el mismo lugar, aún tras todo el periplo. Era Hanneli Goslar, quien estaba del lado privilegiado del campo, ya que su familia tenía pasaporte palestino. Goslar pudo hablar con ella en una noche oscura de inicios de 1945, sin poderla ver. Y esto contó en el documental “Ana Frank recordada”:
“Estaba parada en medio del frío, esperándola, cuando oí depronto su voz, llamándome.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Tú estabas en Suiza!—, le dije.
—Nosotros esparcimos ese rumor para escondernos y con la esperanza de que los alemanes no nos buscaran—, respondió”.
Goslar se encontró con una Ana Frank extenuada físicamente, pero lamenta que esta no supiera de la suerte de Otto, o si no, tal vez, no lo estuviera también mentalmente. “Ella decía que ya no tenía a nadie, y no era cierto. Me siento muy mal por eso, porque siempre pienso ¿y si hubiera sabido que su padre estaba vivo? Tal vez sería distinto. Ella murió un mes antes de la liberación del campo y creía que no tenía motivo para vivir”.
En febrero de 1945 una epidemia de tifus se propagó por el hacinado lugar, matando a más de 17.000 judíos. Primero Margot y luego Ana sucumbieron ante la peste. Cuando los británicos llegaron, decidieron quemar todo rastro de Bergen-Belsen, para impedir una pandemia mayor y para dar final a cualquier testimonio del horror.
El 15 de abril se cumplieron 70 años del momento en que los ingleses encontraron el lugar y capturaron a los bárbaros: Josef Kramer e Irma Grese, conocidos respectivamente como “la bestia” y “la perra de Belsen”, ambos culpables del asesinato de más de 5.000 judíos.
Hoy también circulan indicios de que tras el hallazgo de una fosa común de 16 metros de largo y cuatro de ancho cerca del campo, los restos de Ana Frank podrían ser encontrados. Pero la pesquisa apenas inicia.
¿Qué nos atrae tanto de su historia? ¿Es el hecho de que haya estado tantas veces cerca de salvarse al final de la guerra y por uno u otro motivo se vio abocada a la fatalidad dado el caprichoso curso de la historia? Los expertos creen que es su asombroso espíritu de supervivencia y su ilusión por la libertad, algo plasmado en su obra.
“Ana Frank se convierte en un mito de la esperanza en la vida, aún en las circunstancias más crueles, que eran las que a ella le tocó vivir como judía en un país ocupado por los nazis, como era Holanda. Una nación en la que algunos colaboraron con los nazis, pero otros se comportaron heroicamente protegiendo a los judíos a costa de su propia vida”, dijo Hernández.
“Tal vez si estuviera viva, hubiera decidido no publicar su diario. No sabemos qué hubiera pasado. Pero aquí no vale elucubrar, la historia es como es”, afirmó Solar.
O quizá esa era la forma en que la pequeña Ana quería sobrevivir. En las letras, en el testimonio y en las mentes del mundo entero..