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Seis décadas de una revolución que espera un veredicto

El 1 de enero se cumplen seis décadas del triunfo de Castro, que aún determina la vida en Cuba.

  • Entrada triunfal de Fidel Castro a La Habana el 8 de enero de 1959. En ese momento, Fidel tenía 33 años y, de facto, mantuvo el poder hasta los 85, cuando en 2011 lo cedió a su hermano Raúl FOTO reuters
    Entrada triunfal de Fidel Castro a La Habana el 8 de enero de 1959. En ese momento, Fidel tenía 33 años y, de facto, mantuvo el poder hasta los 85, cuando en 2011 lo cedió a su hermano Raúl FOTO reuters
01 de enero de 2019
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El gobierno revolucionario en Cuba, para Fidel Castro, inició con la pérdida de su fusil. Durante su entrada triunfal a La Habana, ocho días después de la victoria definitiva el 1 de enero de 1959, unas manos habilidosas entre la multitud le arrebataron a Castro el arma que lo había acompañado durante tres años en su gesta contra la dictadura de Fulgencio Batista.

El revolucionario perdió el artefacto que le había permitido alcanzar el poder, pero no el que usaría para mantenerse en él. Desde entonces, el tirador excepcional de la Sierra Maestra sustituyó su fusil por un micrófono.

Su primer discurso como principal protagonista de la historia reciente de Cuba –pronunciado el 8 de enero de ese año frente a una aglomeración de personas que, según él mismo, solo volvería a reunirse el día de su muerte– comenzó así: “Hablar aquí esta noche se me presenta una de las obligaciones más difíciles, quizás, en este largo proceso de lucha que se inició en Santiago de Cuba el 30 de diciembre de 1956” (sic).

No le hablaba solo a la multitud, sino al mundo. A una comunidad internacional que, quizá por simple solidaridad con el bando más débil, celebraba mayoritariamente la victoria de decenas de “barbudos” frente al régimen con 80.000 soldados, pero que a la vez –en especial Estados Unidos– miraba con recelo el rumbo que tomaría ese nuevo mando en la mayor isla del Caribe.

“Soy un hombre que sabe renunciar”, dijo Castro a la muchedumbre, como para tranquilizar esas prevenciones, mientras de fondo sonaban las campanas de las iglesias de La Habana mezcladas con los gritos de “viva”. Ese hombre, que permanecería en el poder hasta el final de su vida y que elogiaba la verdad como el valor principal de una revolución, inauguraba la suya con una mentira.

Autopsia de una gesta

El caso de Cuba es una coincidencia histórica asumida como un destino por los revolucionarios de América Latina. “Su peor legado –afirma Luis Enrique Nieto, investigador de la Unidad de Patrimonio Cultural e Histórico de la Universidad del Rosario– fue sembrar la idea de que por la vía de las armas era posible llegar al poder, lo que en Colombia nos ha causado 60 años de muerte”.

El mito, tras ese canto de victoria el 1 de enero de 1959, suele ocultar las particularidades que permitieron que se diera precisamente en esa isla y no en otros lugares. Con excepción de Nicaragua, el resto de revoluciones de la región fracasaron, incluso cuando fueron emprendidas por los mismos hombres que triunfaron en Cuba. Ernesto Che Guevara, por ejemplo, murió en Bolivia intentando replicar allí la hazaña de la Sierra Maestra.

Rafael Rubiano, magíster en Ciencia Política y profesor de la U. de Antioquia, explica que Cuba, al ser la última colonia en liberarse de la Corona Española, recién en 1898, tenía más fresco su pasado revolucionario que otros países de la región y este, además, era estimulado por una clase media muy intelectual.

De alguna forma, el imaginario que requiere cualquier utopía para mantenerse en el tiempo ya estaba construido al momento del triunfo de la revolución. Los héroes de la independencia, como José Martí y el poeta José María Heredia, siguen integrados en la retórica del régimen de los Castro.

Pero el clima de insurrección por sí mismo no bastaba. El otro factor fundamental que indujo al éxito de la revolución fue su propio enemigo. La presencia de Fulgencio Batista, un dictador que había ascendido con un golpe en 1952 y cuya relación con Estados Unidos ponía a Cuba en una posición colonial nuevamente. Eso acentuó la aprobación de la comunidad internacional y el pueblo cubano de la salida armada que terminó tomando Fidel Castro.

Este, quien en 1953 fracasó en su intento de deponer a Batista tomándose el cuartel militar Moncada en Santiago de Cuba, expresó en su alegato de defensa una frase que resume la pretensión de sus acciones posteriores: “La historia me absolverá”.

Castro, sobre todo, necesitaba legitimidad a los ojos del mundo. Y las acciones cada vez más represivas de Batista, que lo llevaron a perder el apoyo de Estados Unidos hacia el final de la guerra interna, le otorgaron ese oxígeno.

Pero, una vez en el poder, este le fue cada vez más escaso. Muy pronto, como explica Rubiano, lo que fuera un triunfo nacionalista se vio instalado en la lógica de la Guerra Fría y, bajo esta, Cuba quedó en el bando del comunismo de la Unión Soviética.

La isla era un enclave “rojo” en una región dominada por la visión capitalista y se vio sometida a medidas como el bloqueo económico que en 1960 el gobierno de Dwigt Eisenhower le impuso como respuesta a las expropiaciones de compañías norteamericanas de petróleo y azúcar.

En el reparto geopolítico, Cuba quedó mucho más cerca de su gran enemigo que de sus aliados y, tras la caída de la Unión Soviética en 1989, sufrió incluso más las consecuencias de pertenecer a este hemisferio del mundo.

Suturar la identidad

Un régimen capaz de sostenerse por 6 décadas debe tener, al menos en una proporción equivalente, cosas qué mostrar y qué ocultar.

Las reformas a los sistemas de salud y de educación, por ejemplo, elevaron a Cuba por encima de los demás países de la región. Solo tres años después del triunfo de la revolución, la Unesco declaró a la isla como el el primer territorio libre de analfabetismo de América Latina y las brigadas de médicos cubanos aún son reconocidas internacionalmente.

La contracara de estos logros, como apuntó en un artículo el escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka, la resume una escena del libro “Informe contra mí mismo”, de Eliseo Alberto. En una de sus crónicas, un exiliado cubano consultado sobre esos progresos responde que son reales, pero que las personas no siempre están enfermas o estudiando.

La internacionalización de la revolución y su perpetuación en el tiempo generó una suerte de segunda Cuba en Miami, conformada por quienes salieron del país. Fue el caso del activista Omar López Montenegro, director de la Fundación Nacional Cubanoamericana.

Su tío, Gilberto Montenegro, uno de los antiguos compañeros de armas de Castro, se alzó contra este cuando se reconoció el carácter comunista de la revolución en 1961 y, tras una derrota rápida, murió en el exilio en Venezuela.

El propio López, quien salió del país en 1992, se despidió para siempre de su padre, por la prohibición de volver para quienes abandonan ilegalmente la isla, y pasó 16 años sin poder ver a sus hermanos.

“El hecho de que los cubanos tengan que pedir permiso para entrar a su propio país es una vergüenza en el rostro de América”, dice Montenegro.

A eso se suman las “restricciones indebidas” al acceso y libertad de expresión en internet, según el informe 2017-2018 de Amnistía Internacional (AI). Además, se han registrado detenciones arbitrarias a críticos del Gobierno, que lo califican como la dictadura más larga de Latinoamérica.

Estas dos visiones (una positiva y otra negativa) de los efectos de la revolución sobre la isla permiten vislumbrar otra de sus grandes consecuencias, usualmente oculta bajo la gran polarización política: la revolución fue un hito que, para ambos lados, modificó la identidad cubana.

“Sea desde el amor a la patria que se extraña, en el caso de los exiliados, o desde la defensa de la revolución, la gesta de Fidel Castro suturó la identidad de un pueblo mestizo, la unificó a pesar de sus diferencias”, afirma Rubiano.

Aunque su intención pueda ser curar, las revoluciones –como las suturas– abren la piel, duelen, dejan tras de sí un relato de exclusiones que a veces la historia no absuelve

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