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En 1967, con la paranoia de la Guerra Fría en su apogeo, un hecho suscitó la atención del mundo. Una hija de Iosif Stalin, el personaje que forjó a hierro, sangre y fuego el poderío de la Unión Soviética, con estatuas en todo el territorio y una ciudad en su nombre, había desertado del comunismo y se exiliaba en la potencia enemiga, Estados Unidos.
El planeta conoció su nombre: Svetlana Aliluyeva. Había escapado de una forma cinematográfica: llevó las cenizas de su fallecido esposo Brajesh Singh a su país natal, la India, para echarlas en el río Ganges. Pero ya decepcionada desde hacía décadas del imperio forjado por su padre, buscaba presentarse en la Embajada de EE. UU. en Nueva Delhi.
Logró así desligarse del astuto y frío personaje que derrotó a un enemigo como Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Ni después de su muerte había podido sepultar sus tentáculos y control. El resto es historia.
Cincuenta años después, la poeta y escritora canadiense Rosemary Sullivan completa la ardua labor de reconstruir la historia de Svetlana, y con ello hablar del estalinismo desde sus entresijos familiares y personales, con su libro ‘La hija de Stalin’. Estuvo en Medellín y EL COLOMBIANO tuvo la oportunidad de entrevistarla.
¿Le costó mucho trabajo hacer que el libro tuviera tantos aspectos interesantes, o en cierta medida contó con suerte por los giros de la Historia mundial?
“Las dos cosas. Mi interés por desentrañar las historias del régimen comunista llegó desde la primera vez que estuve en la Unión Soviética. Tras la caída del comunismo en Rusia se desclasificaron documentos que tuve la oportunidad de estudiar. Ahí empecé a construir el relato de la familia de Stalin y, en particular, de Svetlana. Ella tuvo una vida turbulenta y excepcional. Las cosas elementales y cotidianas podían terminarle causando enorme sufrimiento. Por recordar un hecho, tuvo un amorío con el famoso director de cine Aleksei Kapler, y ese fue el motivo por el que Stalin lo envió al gulag. Sabía que solo su padre tenía el poder de hacer eso y empezó a conocer quién realmente era él.
Cuando entrevisté a la hija de Svetlana, Chrese Evans, en Portland, estábamos en mi habitación de hotel, ella estaba oscurecida junto a la ventana mientras que caía la noche. Y me dijo: ‘mi madre podía caer en los terrores nocturnos de su infancia y su juventud. No sabía qué los causaba y uno no sabía como consolarla’. Su carácter era de coraje, de encanto, pero debajo había un temor heredado. No era para menos: con 11 años ve a sus tíos desaparecer y el papá o lo está ordenando o está omitiendo cualquier ayuda”.
¿En qué momento ella se dio cuenta de la verdadera personalidad del padre y se empezó a decepcionar?
“Pude conocer a algunos de sus primos, Leonid Aliluyev y Aleksandr Aliluyev. Me contaron que, cuando Stalin murió en el 53 y las tías pudieron retornar —Zhenya no había hablado en siete años, por lo que perdió su voz y tuvo que recuperarla, y Anna era un caso que rozaba con la demencia—, pidieron ayuda a Svetlana y le contaron lo que habían vivido.
Todas intentaron rehacer su vida sepultando el recuerdo del patriarca. Ella siempre tuvo una personalidad independiente, pero esos hechos le fueron dando mayor convicción. Esas impresiones van a confluir en su segundo libro, ‘Solo un año’ (1969), en el que ya en Estados Unidos se distancia completamente del recuerdo de su padre. Es fundamentalmente una crítica que aborda la corrupción que ejerce el poder sobre las personas. Su conclusión es que Stalin se aisló tanto en nombre del poder que al final no quedó mucho de él, solo la coraza de lo que fue un humano”.
Relata que cuando Svetlana era niña, eran cercanos, se mantenían juntos. ¿Era también voluntad del dictador?
“Por supuesto. Fue el escritor Ilya Ehrenburg quien dijo que ‘los dictadores aman a sus hijos hasta que estos empiezan a tener uso de razón. Svetlana era la ‘pequeña mariposa’ de Stalin, una criatura hermosa para él, hasta que creció”.
Así fue cambiando la percepción de su familia. ¿Por eso envió a varios al gulag?
“La percepción de Stalin sobre todos los asuntos era monodimensional y la familia no era la excepción. Pero todos los hombres capaces de tal maldad son complejos. De acuerdo con Stepan Mikoyán, él ascendió a su hijo Vasili a general para evitar que lo enviaran al frente de guerra y protegerlo de la muerte. Él, que se casó a los 39 años con una joven de 16, la madre de Svetlana, él que envió familiares al gulag, se sintió decepcionado porque Svetlana se divorciara, porque ‘era malo para la familia’. A la larga cualquier ofensa a su vanidad era castigada”.
¿Stalin también manejó a la Unión Soviética como manejó a su familia?
“Sí, creo que es así. Creo que aún hoy, Rusia sigue siendo todo un acertijo para nosotros en Occidente. En un lado la vemos como esa nación en la que florecen los regímenes totalitarios, pero por otro es tan rica en cultura, en historia... Cada cuadra en Moscú tiene una estatua dedicada a algún músico o escritor. Tiene tanta riqueza en ese sentido y por ella hablan Dostoievski, Tolstoi, Bulgákov, Chéjov. Pero estuve allá en 2013 preguntándole a la gente sobre Putin y hasta los liberales me decían que se necesitaba mano dura (risas). Hay una necesidad de mantener al imperio unido con esa especie de patriarcas”.
Svetlana huyó a Estados Unidos, se casó de nuevo y tuvo hijos. ¿En qué momento sepultó el peso de su padre? ¿Al presenciar la caída del Muro de Berlín (1989)?
“Ella sabía que la Unión Soviética implosionaría, pero no esperaba que fuera tan pronto, y eso la emocionó. Creo que sí, que ella se liberó de esa carga del pasado en ese momento. Pensó que la unificación de Berlín significaría el paso inicial para que la sociedad rusa se liberara. Pero esa es la misma razón por la que, no obstante, una década después, se vio impactada por la llegada al poder de Vladimir Putin, un exagente de la KGB”.
Los otros hijos de Stalin, Yakov y Vasili, murieron de modo trágico. Yakov asesinado en un campo de concentración nazi (1943), y Vasili por alcoholismo tras salir de una prisión comunista (1962). ¿Ese fue el sentido de la vida de Svetlana, evitar una muerte trágica por el pesado legado de su padre?
“Sí. Cuando pasó por Suiza camino de exiliarse en EE. UU. llevaba sus memorias, ‘Veinte cartas para un amigo’. El exdiplomático George Kennan le dijo ‘este es un libro maravilloso, podríamos buscar un editor’. Y ella le respondió ‘es buena idea, me podría comprar un carro y un perro’ (risas). Después lo vendió por todo el mundo y ganó más de 1,5 millones de dólares. Pero, tres años después, se los dio a su esposo Wesley Peters, que se los gastó todos. Volvió a la pobreza tras divorciarse de nuevo, y al final de su vida residía en un humilde hogar para adultos mayores. Decía ‘comencé en la cima y terminé en el fondo, pero estoy muy bien con ese destino. Lo que sí me da arrepentimiento es que mi madre no se casó con un carpintero’ (risas)”.