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La nostalgia se fue de las cartas de Estela de Carlotto a su nieto

  • Ignacio Guido Montoya Carlotto y su abuela, la líder de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, en agosto de 2014, cuando se encontraron tras 36 años de búsqueda. FOTO AP
    Ignacio Guido Montoya Carlotto y su abuela, la líder de las Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, en agosto de 2014, cuando se encontraron tras 36 años de búsqueda. FOTO AP
14 de agosto de 2016
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Estela de Carlotto contesta el teléfono de su oficina en Buenos Aires y se escucha hilarante. Ignacio Guido Montoya Carlotto, el nieto que encontró hace dos años, acababa de marcharse después de una visita sorpresa, y ella pudo entregarle una carta, la sexta que le ha escrito en 36 años, incluso cuando desconocía su rostro y el nombre que sus raptores le habían dado.

Hablar de Guido es para Estela la oportunidad de expresar lo que en él ha percibido desde el 5 de agosto de 2014, cuando una jueza le comunicó que un músico, un tal Ignacio Hurbán, criado por una pareja de campesinos en la ciudad de Olavarría, compartía el 99 % de su ADN y era, sin duda, el hijo que el régimen de la Junta Militar le arrebató a su hija Laura en junio del 78, cuando se encontraba cautiva.

“Él tiene un poco de la mamá, del papá, de los abuelos. Lo observo mucho, a ver de dónde son esos ojos y esa sonrisa, de dónde proviene su espíritu festivo y su arte, cómo consiguió ser un creador, un ser íntegro y un conmovido por los derechos humanos”, detalla Estela, que además de la protesta y de la búsqueda a pulso, encontró en el género epistolar una forma de hablarle a su nieto añorado.

“Le escribí unas cinco cartas, con esta seis, y las publiqué en los periódicos. Le escribía soñándolo, pensándolo, deseando encontrarlo, anhelando que si él las leía por azar, podría identificarse con los datos, con las formas, con su familia verdadera, y entonces se despertaría la duda e iría a buscarnos, a recuperar su identidad hurtada”, recuerda la líder de Abuelas de Plaza de Mayo.

Y algo así sucedió hace dos años, cuando un vecino le dijo que no era hijo del matrimonio que lo crió, e inmediatamente fue a la oficina de Abuelas para practicarse pruebas genéticas. “En el fondo, mi nieto sabía que era hijo de desaparecidos. La intuición hizo lo nuestro y la ciencia lo confirmó rápido. Por eso vino hoy a visitarme y por eso hoy le pude entregar por primera vez una de mis cartas en sus manos, diciéndole cuánto lo quiero, cuánto nos vamos acompañando”, relata.

Ahora, además de una valija repleta de camisetas y souvenires que su abuela le guardó en más de 30 años de viajes y pesquisas, Ignacio Guido conserva y responde aquí a las cartas, “que ya no son nostálgicas, sino de festejo, de verlo, de verlo bien, de poder abrazarlo y de desear que con nuestras palabras se vaya reconstruyendo su historia, se arme el rompecabezas que un día la dictadura quiso desintegrar”.

26 de junio de 1996

“(...) Esta fecha, en que cumples 18 años pasará a ser especial y singular como todas las otras que no pudimos vivirlas contigo. Porque te robaron de los brazos de tu mamá Laura a las pocas horas de nacer, en un hospital militar, esposada, custodiada, para luego furtiva y arteramente robarte para un destino incierto. Estarás creciendo en tus soñadores y bellos 18 años con otro nombre, Guido. No es tú papá y tú mamá los que festejen contigo el ingreso a la adultez, sino tus ladrones. Lo que no se imaginan es que en tu corazón y tu mente llevas, sin saberlo, todos los arrullos y canciones que Laura, en la soledad del cautiverio susurró para ti, cuando te movías en su vientre. Y despertarás un día sabiendo cuánto te quiso y te queremos todos. Y preguntarás un día dónde puedo hallarlos. Y buscarás en el rostro de tu madre el parecido y descubrirás que te gusta la opera, la música clásica o el jazz (¡qué antigüedad!), como a tus abuelos. Escucharás Sui Generis o a Almendra, o Papo, sintiéndolos en lo profundo de tu ser, porque así lo sentía Laura. Despertarás, querido nieto, algún día de esa pesadilla, y nacerás para tu liberación. Te estoy buscando”.

Cuando Estela envió esa carta al periódico Página 12, Guido, que entonces era Ignacio Hurbán, vivía a 10 kilómetros de un puesto rural de Colonia San Miguel. “Era una vida tranquila, en un pueblo de inmigrantes de Alemania del Volga, muy católicos. Coseché muchos amigos, aunque prefería vivir más en el campo, en una situación de más soledad, con dos padres amorosos que cultivaban la tierra”, cuenta desde su casa en Olavarría.

Entonces, los pueblos pequeños como el suyo solían celebrar fiestas matutinas, conocidas como bailes de la campaña, con cumbia norteña, tangos, milongas y pasodoble. “La orquesta típica y característica, con sus canciones de moda, como para dejar contentos a todos los públicos”, recuerda el nieto.

Y como si de una premonición de Estela se tratara, la música despertó en Guido. “Lo recuerdo, el primer contacto, el primer momento en que sentí el llamado musical, fue a los 10 o 12 años. Sucedió en uno de esos bailes. Escuchaba a una banda en vivo y me emocioné, aunque en el contexto de mi casa nunca habían importado los ritmos”.

A partir de ahí aprendió a interpretar el teclado, y desde la primera clase tuvo la sensación de que tocar le salía natural, como si lo hubiera aprendido desde antes.

Así que concluyó la escuela secundaria, viajó a Buenos Aires, tan cerca de su origen, compró un piano vertical antiquísimo y se transformó en un músico sin un único lenguaje que lo representara, es un artista plural, que toca tango, jazz y canciones folclóricas de su autoría, como lo esperaba su abuela.

“Canto y toco para no morir, para que no pase la vida, para trascender, para que las canciones sean como un árbol que se siembra y crece en quienes la escuchan”, expresa Ignacio, convencido además de que la música en Argentina, y en sí mismo, se convirtió en una especie de grifo para soltar todo aquello que se calló durante la dictadura y que hizo que los artistas tuvieran razones para “recuperar la historia, cerrar las heridas y aventurarnos, al menos, para cometer nuevos errores, no los mismos de antes”.

26 de junio de 2011

“Hoy cumples 33 años. La edad de Cristo, como decían, ‘decimos’, las viejas. Con esta inspiración pienso en los Herodes que ‘te mataron’ en el momento de nacer al borrar tu nombre, tu historia, tus padres. Laura (María), tu madre, estará llorando en este día tu crucifixión y desde una estrella esperará tu resurrección a la verdadera vida, con tu real identidad, recuperando tu libertad, rompiendo las rejas que te oprimen. Querido nieto, qué no daría para que te materialices en las mismas calles en las que te busco desde siempre. Qué no daría por darte este amor que me ahoga por tantos años de guardártelo. Espero ese día con la certeza de mis convicciones, sabiendo que además de mi felicidad por el encuentro, tus padres, Laura y Chiquito, y tu abuelo Guido desde el cielo, nos apretarán en el abrazo que no nos separará jamás”.

Por el tiempo en que Estela envió esta última carta a Página 12, Ignacio la vio en televisión y le dijo a su esposa: “Pobre mujer, capaz que no alcanza a vivir para ver a su nieto”.

Entonces, la inquietud de que algo no encajaba en su historia se había acentuado. “Cuando empecé a tener más noción social y ciudadana sobre la dictadura, las sospechas se volvieron unos ruiditos que estaban ahí, en el inconsciente, que no se manifestaban demasiado, pero que retumbaban por dentro, que indicaban que algo faltaba, un agujero para completar”.

El 2 de junio de 2014, ante la pregunta “¿de dónde vengo?”, sus padres de crianza le confirmaron que no era hijo biológico y la búsqueda inició.

Además de la intuición, “de un pálpito que empieza a llamar la atención adentro”, Ignacio fue hilando otras conjeturas que lo llevaban a pensar en un origen relacionado con la dictadura: primero, haber nacido en 1978, en plenitud de la llamada Reorganización Nacional de Argentina, dos años después del golpe que dio Jorge Rafael Videla. Después, el hecho de ser un músico inspirado en los derechos humanos, una posición tan alejada de su medio ambiente rural y por encima del destino que le esperaba: ser labriego.

El nieto se valió del extenso sistema de búsqueda de identidad que hay en Argentina, con varios bancos genéticos, y en dos meses obtuvo respuesta.

“Lo tomé como pude, y pude así, tranquilo, con felicidad y con los sobresaltos del caso. No hay mucho más por preguntar, no hay mucho para perdonar tampoco, no hay mucho por reclamar. Trato de que esto les sirva a los demás, de que me sirva a mí para crecer, para que sea un instante de reflexión”, dice, y recuerda que al enterarse de su origen se sentó al piano y empezó a componer, “a hilvanar algunas ideas”, y percibió que la música que brotaba bajo la influencia de esa situación era más o menos la misma que resultaba antes de la noticia.

“Quizás por eso mi identidad musical apareció un poco antes de la identidad de mi documento. Porque la identidad siempre está viva, es el equilibrio entre lo que era, lo que soy y lo que seré”, reflexiona Ignacio, que aunque al cambiar sus credenciales se sumó los apellidos y el Guido, en honor al deseo de su madre Laura, pide conservar su nombre de pila.

“Llamame Ignacio”, pide, “porque defender ese nombre es también una manera de impedir que la nueva identidad elimine la otra. Cambiar de nombre implica que pierdo, y yo siento que no tengo nada para perder. Hay todo para ganar”.

5 de agosto de 2016

Dos años después de hallar a su Guido, Estela recuerda fragmentos de las cartas que un día le escribió, y hace memoria de 39 años de búsqueda colectiva, desde que se unió a un grupo de mujeres en la ciudad de La Plata, que también escarbaban en las calles, entre los movimientos estudiantiles, entre jóvenes liberados y sobrevivientes de torturas, para dar con sus hijos secuestrados y con sus nietos nacidos en cautiverio.

“Me uní a ellas a los 47 años. Pedimos, requerimos, nos pusimos los pañuelos blancos como símbolo del dolor, nos fundamos como Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo y empezamos a caminar una búsqueda riesgosa, desconocida, solitaria, porque los militares nunca respondieron. Cada una buscaba a los propios, pero todas buscábamos a los de todas”, sostiene.

El éxito fue apareciendo con los años, “con un trabajo disciplinado y científico, si se quiere”, hasta lograr la identificación de 120 nietos.

El suyo, el nieto 114, significó todo para ella, incluso, la obligó a reconfigurar su vida y hasta su mesa.

“En casa siempre simbolizamos la ausencia de Guido con una silla vacía. Pero esa silla ya no está, porque mi nieto, ese joven al que le gusta hacer tareas culinarias, venir y comer con la abuela, está conmigo, está ocupando su silla”, dice emocionada.

Mientras tanto, Ignacio recupera su vida de música en Olavarría y busca respuestas que le van surgiendo en las palabras y herencias de Estela.

Con las cartas, por ejemplo, “amorosas y con detalles íntimos que me hacen pensar más, que me conmueven y me hacen feliz”, ha logrado reconstruir algo de su historia y aprender a amar a una abuela “que llevó con una dignidad altísima el dolor y construyó a partir de él”. Incluso él mismo parece funcionar mejor: “Ahora soy como una máquina completa, a la que antes le faltaba una pieza. Por eso tantas cosas me salen natural con mi abuela. El encuentro, la conversación, el abrazo”.

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