viernes
7 y 9
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Hay concierto de grillos, pero también suena un violín; las orugas quedan petrificadas y los murciélagos no cesan de fertilizar una ceiba.
Predomina la oscuridad, pero también las luces de las linternas de los visitantes. Y varios pares de ojos felinos refulgen entre matas y árboles.
Es el Jardín Botánico de noche. Ese en el que los líquenes, mezcla simbiótica de hongos y algas, aparecen de un lila atrayente.
Y ese que a partir de hoy recibirá los viernes visitantes en su nuevo programa Recorrido con linterna, una actividad de dos horas a partir de las 6:30 de la tarde bajo la orientación de un guía como Norberto López, biólogo y curador del herbario.
El punto de encuentro es mágico: el árbol abuelo, enorme ceiba a pocos metros de la entrada peatonal y la tienda. Tiene unos 150 años, aunque la edad exacta no se conoce, dice López, quien invita a abrazarlo (tarea imposible) o al menos tocarlo, acariciarlo, “para pedirle permiso” en el inicio del recorrido, que sigue por el sendero tropical.
Y lo primero que aparece es una palma que no es palma, la de iraca, una ciclantácea usada en artesanías y con una característica poco conocida: tiene una parte comestible, remplazo del costoso y apetecido palmito.
El guía con el grupo, que no deja de ser seguido por un lindo gato blanco de cola anillada bicolor, que se echa mientras todos escuchan las explicaciones, se detiene. Todos apagan la linterna y él enciende la suya. Algunas hojas no se ven verdes, aparecen como moradas o azulosas.
Unos metros adelante se debe hacer silencio. Se escucha un golpeteo continuo en el suelo y luego sobre los visitantes. Caen decenas de flores de, parece ser, una ceiba, y al alumbrar hacia arriba, decenas de murciélagos vuelan en lo alto, alimentándose y, de paso, haciendo a la perfección un trabajo poco reconocido: la polinización.
Y a un costado, en el suelo, se alumbran hongos que descomponen material vegetal, al lado de unos pequeños caracoles. Están vivos porque están fríos, explica López.
Sobre el tronco no muy grueso de un árbol, los líquenes comienzan su actuación. Al alumbrarlos con la linterna del guía, no son grises como en el día. No. Esta combinación de hongos y algas destella, aparece de un lila tenue, con una sección azul.
Hay tiempo para raspar una cingiberácea, a la que pertenece el jengibre, y sentir su aroma. La noche en el Jardín también huele.
El cacao está a un costado. Del árbol cuelga aun, ya horadado, el fruto apetitoso vaciado por un tití gris, que adora esa comida.
Hay tiempo para hablar de plantas parásitas, como las golondrinas, suelda, y de las bromelias que crecen en los árboles sembradas por el viento en una asombrosa contribución.
Tras descubrir al violinista cuyas notas amenizan la visita, el recorrido continúa frente a una trampa de luz para estudiar insectos nocturnos. No hay muchos por una razón: hay Luna, cuenta Vladimir Agudelo, coordinador del mariposario.
A este hay que llegar sin luces. En frascos dispuestos para los visitantes, varios tipos de orugas mastican hojas. Al alumbrarlas, se quedan quietas. Son nocturnas. Una comienza a colgarse como pupa: será mariposa diurna, pues las nocturnas se envuelven en un capullo en el estadio final antes de alzar vuelo.
Mientras en el país hay cerca de 3.300 especies de mariposas, puede haber más de 35.000 de las chapolas o polillas, que alcanzan una temperatura de 37° con el roce de sus alas al volar.
El recorrido va llegando a su final. Mucha información interesante, desconocida, recibida en dos horas agradables que pueden servir, además, para perderle el miedo a la oscuridad.
Las noches del Jardín Botánico son un canto a la vida.