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En Semana Santa estuve repasando los borradores de mis conversaciones con mi tío, el padre Nicanor, y encontré un diálogo que tuve con él sobre la Resurrección, que estoy seguro publiqué hace años y algunos de cuyos apartes creo que podría gustar a muchos releer.
El padre Nicanor suele repetir cuando uno le pide un consejo espiritual para la Semana Santa: “Siente el aroma de la Resurrección, olfatea la presencia del Resucitado, huele tú también a resucitado”. Como también he contado, él en este tiempo se ofrece para ir a confesar en un iglesita rural. “Ser y haber sido cura de aldea, como el de Bernanos, es mi sueño frustrado, -me dijo-. No sé, a los curas que ya no podemos oficiar por viejos las ceremonias de Semana Santa, se nos agolpan en estos días muchas nostalgias pastorales. Por eso insisto en venir a confesar en esta iglesita de gente humilde, aunque Mariengracia dice que yo ya no estoy para estos trotes. Es ahí, hijo, en las personas que se acercan temerosas al confesionario y que se sienten pecadoras casi sin tener pecados, donde yo olfateo la Resurrección.
-Te confieso que a los sacerdotes viejos, tan abandonados a ratos por las mismas instancias eclesiásticas, fuera de la misa en esa liturgia solitaria en la que, como en mi caso, el único feligrés es Mariengracia, no nos queda otro consuelo que el de poder confesar y oler la Resurrección en el arrepentimiento de los fieles. Si la gente supiera lo que es la soledad del sacerdote.
-Entiéndeme. No es esa soledad común, normal, de quien se queda solo o se siente solo. Todos, en el fondo, cualquiera que sea nuestra vida, nuestra compañía, estamos solos. Es parte de la condición humana. Hablo de otra soledad, honda; la de encontrarse y confrontarse, a veces enfrentarse, con el misterio. El celibato de los curas es un sacramento de esa soledad y no, como se cree, una simple renuncia a la mujer, al amor, al sexo (que no son esencialmente opuestos al sacerdocio). El sacerdote asume, por vocación y por misión, en bien de los demás, esa soledad, generalmente serena y fecunda, pero a veces atormentada, de estar de cara a Dios. Como intercesor, como intermediario, o simplemente como testigo
-El sacerdote asume en su vida pastoral y en su vivencia espiritual y mística, la soledad última de cada hombre, de todos los hombres, al confrontarse con Dios. Una vivencia de soledad que nos ha de llegar a todos, tarde o temprano, que va llegando día a día, minuto a minuto, latido a latido, hasta nuestro desenlace vital. -Eso me huele a muerte, padre Nicanor.
-No, hijo, ahí voy; eso huele a Resurrección. Porque sin la Resurrección de Cristo, como proclama san Pablo, todo sería nulo. Cuando te digo que sientas los aromas de la Resurrección, que olfatees a Cristo Resucitado, te estoy retando a la esperanza, a la alegría. Hay que oler a resucitado