Cuando la policía fue el escudo del caos y la guerra

El 11 de abril de 1990, ocho uniformados del Cuerpo Élite murieron tras el estallido de 100 kilos de explosivos bajo el puente Pandequeso. Ocho civiles también perdieron la vida.


EL HECHO

Primero vino la oscuridad, como una sábana de polvo que cubrió todo: los vidrios rotos, el pavimento destruido, las esquirlas, las ramas que volaban de los árboles. El carro de Elda Martínez Villegas, hoy de 72 años, se levantó por el aire con el estruendo de la tierra y se desplomó sobre sí mismo, en igual posición. Cayó intacto, recuerda Elda, el vehículo amarillo, que solo se apagó y los dejó adentro, a ella y a su hijo Jorge Arboleda, sin una sola herida.

¿Qué palabras pueden pronunciar dos personas tras sobrevivir a la explosión de un carrobomba? Esa tarde, 11 de abril de 1990, Elda conducía por la Autopista Sur en inmediaciones del puente del Pandequeso, ubicado en límites de Envigado e Itagüí, así llamado en honor a un estadero reconocido en el sector y en donde los comerciantes vendían este famoso aperitivo.

Mucho más adelante de Elda transitaban un bus de Caldas y un camión en el que se movilizaba una patrulla con 19 uniformados del Cuerpo Élite de la Policía Nacional. El grupo de agentes era el blanco de un campero cargado con 100 kilos de dinamita que, sin levantar ningún tipo de alerta o mirada, estaba estacionado como si nada a la orilla derecha de la vía, frente a las instalaciones de las bodegas de la empresa Aloccidente.

Al paso del camión de la Policía, a eso de la una de la tarde, se escuchó el estruendo: a control remoto los responsables de la carga mortal accionaron los explosivos. Después de la sacudida y, cuando se dispersó el polvo, Elda y Jorge pudieron ver a lo lejos al bus destartalado, los ventanales de las casas vecinas en añicos, restos esparcidos del carrobomba y el orificio que quedó en la carretera. “Mortal ataque contra el Cuerpo Élite”, tituló en primera página EL COLOMBIANO en su edición del jueves, 12 de abril de 1990. “Como un juguete fue movido por la onda explosiva el camión del Cuerpo Élite atacado con un carrobomba a 100 metros del puente del Pandequeso”, relata el informe, “El grave atentado dejó la muerte de siete de los uniformados”. Además de los agentes, con la explosión también murieron siete civiles, el oficial al frente de la unidad y una niña de tres años. La lista de heridos alcanzaba las 100 personas y el bus de Caldas, “el que iba mucho más adelante y nos salvó del estallido”, como dice Elda, dejó también a 30 personas atrapadas que tuvieron que ser remitidas a hospitales, algunas fallecieron. “Después de ese susto y ese golpetazo, mi carro tardó, pero prendió”, dice la mujer que para entonces tenía 43 años.

Ahora que han pasado casi tres décadas, ahí siguen las bodegas de Aloccidente, que tuvieron que reconstruirse y que hoy son otra cosa, la sede de una fábrica de gaseosas. “Cuando todo ocurrió, no nos atrevíamos a hablar ni a bajarnos del carro”, dice Elda. Y al final, ¿qué conversación pueden sostener una madre y un hijo luego de una tragedia como estas? “En ese momento nadie dice nada, uno solo se mira”, añade la sobreviviente, que concluye que ese día, aún con el rastro de muerte, presenciaron un milagro: ellos, por azar, estaban vivos .

Paréntesis
Estas fueron las víctimas mortales Juan Carlos Torres Prieto, subteniente de la Policía; los agentes del Cuerpo Élite Adrián Gutiérrez, Carlos Abril Pinzón, Alberto Sánchez Libreros, Alonso de Jesús Barrios, Rosemberg Vahos, Aurelio Antonio Zúñiga Giraldo, José Israel Peña Gallego y Harold Oliveros. También se identificó a los civiles Carlos Pinzón Tabares (conductor de taxi). Gabriel Mesa, Luis Medina y Wendy Gallego Echavarría.

LA HEROÍNA
Rochi Montes

Siete segundos para vivir o morir. El 3 de abril de 1990, la agente de la Policía Nacional Rochi Montes, entonces de 21 años, era parte de un operativo antisecuestro en La Estrella, sur del Aburrá. Ese día el conductor de un vehículo particular, al parecer integrante del cartel de Medellín, tomó como rehén a uno de sus compañeros. “¡Quietos!, o nos morimos todos!”, sentenció el sujeto, pero Rochi no comprendió la amenaza hasta ver la granada en su mano, el dedo pulgar puesto sobre el detonador. Rochi, por el radio de comunicaciones, solo alcanzó a pronunciar algunos códigos para pedir refuerzo: “9:29 en curso (explosivos)” ¿Cuántos minutos pasaron entre los gritos e intimidaciones? Pudieron ser 20 o 40, pero ella solo pudo contar con precisión los siete segundos que tuvo hasta antes de que el hombre dejara caer la granada, activa, y su impulso de tomarla con su mano derecha para lanzarla lejos. Pero la bomba estalló antes y entonces su cuerpo fue la armadura. Con el impacto perdió su brazo derecho, pero a su espalda salvó no solo a sus compañeros, sino a vecinos y espectadores. Al Hospital General le llegó la noticia de que agentes del Cuerpo Élite habían sufrido, en el Pandequeso, un atentado similar al suyo días después e, incluso, compartió habitación con uno de los heridos, que perdió parte del rostro. En medio de la persecución de la época, de que les pusieran precio a la cabeza de un policía, dice Rochi que los uniformados no pusieron en el enfrentamiento solamente la vocación, sino también su propio cuerpo como escudo. Y añade que su testimonio de resiliencia no es otra cosa que un esfuerzo por poner sobre el papel un relato pendiente: el de las víctimas de la Policía, una historia de pérdidas, coraje y resistencia que aún no se ha escrito y que los mantuvo, por años, en el centro de las confrontaciones.