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Óscar Murillo, un inglés nacido en La Paila

Óscar Murillo pasó de limpiar oficinas a vender sus cuadros por cientos de miles de euros. Su origen está presente en su obra.

  • “Ahora voy mucho a La Paila. Ese pueblo sigue descargándome una energía próxima. Adoro Londres, lo veo como una casa, pero el pueblo es un refugio eterno”. FOTO efe
    “Ahora voy mucho a La Paila. Ese pueblo sigue descargándome una energía próxima. Adoro Londres, lo veo como una casa, pero el pueblo es un refugio eterno”. FOTO efe
15 de abril de 2015
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En la mayoría de las telas de Óscar Murillo destaca a menudo, sucia, pero llamativamente, una palabra que es alimento. Milk, chorizo, pollo, mango, yuca... Un vocablo que asoma y se impone. Una voz dentro de la obra que muestra la razón más profunda de su rabia artística: encontrar el lenguaje. Las palabras en español tropical que quizá dejó en los lejanos ecos de La Paila, su pueblo del Valle del Cauca, donde nació en 1986.

Sus padres cambiaron la inestabilidad de aquel país y aquella región que supuraba caña de azúcar por la gris y más segura neblina del East End londinense a finales del pasado siglo. Tenía 10 años cuando llegó a Inglaterra. Su padre se dedicó a limpiar oficinas. Él, con el tiempo, también. Aunque lo compaginaba con los estudios de arte que cursó en la Universidad de Westminster. Hoy, a sus papás les cuesta hacer la cuenta de sus progresos. Los apenas ocho euros que podían empezar ganando a la hora por tragarse el polvo de las moquetas desgastadas y limpiar los cristales salpicados de gotas ya sin hollín en la ciudad de Charles Dickens se han multiplicado, con sacrificio, en los 356.000 euros que, dicen, pagó en 2013 Leonardo DiCaprio por uno de los cuadros de Murillo en una subasta.

Aquel radical salto a la fama fue seguido de acusaciones: se decía que el coleccionista Charles Saatchi había inflado el mercado con la compra de ocho obras de Murillo. En un reportaje televisivo, el artista mismo decía mostrarse en contra. “Puedo estar en desacuerdo sobre cómo funciona el mercado, pero yo no estoy aquí para satisfacer a nadie”. Carlos Urroz, director de Arco, cree que la explosión Murillo es justa, pero aconseja serenidad: “El crecimiento en el mercado se puede deber a causas imprevisibles. Pero una vez se da, la consolidación dentro de él depende en gran parte del artista”.

Madrid

La primera vez que Murillo pisó Madrid fue con motivo de la pasada edición de Arco, precisamente. También se exponía una de sus instalaciones en el recién inaugurado centro municipal Daoíz y Velarde. Tuvo gracia su llegada. Debía abrir su instalación De marcha ¿Una rumba?... No, solo un desfile con ética y estética. En ella, a través de unas vallas metálicas sobre las que reposaban pancartas volcadas hacia abajo, emprendías un paseo vigilado por pelucas que desembocaba en varios escenarios. Uno lucía presidido por una pancarta de plástico que denunciaba despilfarro y oportunismo electoral. La había incorporado Óscar Murillo de una manifestación de protesta que se había encontrado en la puerta. Los vecinos del barrio de Pacífico salieron a plantarse ante las autoridades por la tardanza de la apertura del centro cultural, un antiguo taller de munición reconvertido en multisala. Su arte acompasaba el latido de la calle. Había acertado con su intuición.

Al día siguiente, encontró la pancarta doblada en la puerta y fuera de su instalación. Un segurata la había censurado. Murillo exigió volver a colgarla. Pero el empleado no se acababa de creer que aquel muchacho con pinta de boxeador desubicado, copiosas pecas oscuras en la cara y acento latinoamericano, fuera quien decía ser: el artista.

Por último, lo logró: “Me dijeron que en Madrid no había buen ambiente. Yo quería que la gente agarrara las pancartas que había dejado dentro y se manifestara en la plaza. Finalmente, la realidad me dio una lección. Fue al revés. He tenido que meter yo una pancarta de la calle en la propia instalación”. Así irrumpió Óscar Murillo en España. Un año dedicado en Arco a Colombia no podía ignorar la efervescente ascensión de este artista fetiche para coleccionistas de esfera glamurosa, que, sin embargo, dice Urroz, “cuanto más está acechado por el lujo, más se vuelca hacia lo social”. El creador, que ha impactado al mercado del arte con su grito de desarraigo y su regreso al instinto, multiplicó por diez el coste de sus obras.

El arte de Murillo bebe de los arrebatos irredentos de Jackson Pollock y puede resultar indescifrable para un ejecutivo de la City londinense. Pero para un adolescente del Cauca, no dejaría de ser costumbrista. Este joven obsesionado con sus raíces y visceral, amable, agradecido, pero volcánico, estampa sus alarmas exuberantes en todo lo que hace. Lo exótico para sus vecinos londinenses se torna natural en los valles de Colombia donde creció.

El Santo

La culpa de caer allí fue de la televisión. “Llegamos a Londres porque a mi papá le gustaba mucho El Santo, que es como ahora James Bond”.

Quizá exagere. Londres no debía de ser así para una familia de colombianos arrastrados por la necesidad, que prefieren abandonar un presente de estrecheces y conflictos para mudarse de por vida a un lugar extraño, oscuro, afilado en su metálica exigencia para sobrevivir y con las malas pulgas que a menudo muestran los orgullosos nativos hacia el extranjero.

Fue hace 20 años. Cuando está a punto de cumplir 30, Murillo se considera un londinense del Cauca. “Esa es una forma de definirme muy precisa. A mí me llevaron, no tenía capacidad de decidir. Mis padres dejan su tierra por la depresión económica. Ahí se parte mi existencia. Una ruptura psicológica, en ese momento comenzaba la formación de mi identidad, llevaba una vida como la de cualquier niño, pero con esa ruptura sufrí un trauma muy severo”.

En la instalación madrileña, junto a la avenida de maniquíes y pelucas de muestrario mestizo que visten cabezas uniformes, Murillo desliza sobre el suelo mantas en colchones de madera con monos de trabajo escoltando en las paredes. Más abajo, unos hombres recuestan su pesadumbre de derrota sobre la pared. A medida que nos acercamos descubrimos los esquilmados cuerpos de una especie de espantapájaros. Fantasmas del fracaso que le podía haber rondado si no hubiera sido porque, gracias a su franca manera de entender el arte, ha triunfado. ¿Demasiado joven? Que el tiempo y su rumbo lo dicten.

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