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Un miércoles 24 de diciembre de 1980, en el periódico El País, Gabriel García Márquez escribía: “Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2000 años en una caballeriza de miseria (...)”.
De este “despelote” escapó cuanto pudo un archipiélago del Caribe con algo más de once millones de habitantes y más de medio siglo enzarzado en una guerra económica y cultural con una meca del consumo como los Estados Unidos. A la larga, si los gringos no han vencido del todo, al menos han podido invitar discretamente a seguirlos. En octubre, los cubanos, sin un mercado que todavía valga demasiadas atenciones, se disfrazan para Halloween.
Fue la visita del papa Juan Pablo II la que oficializó el 25 de diciembre como fecha festiva, pero desde antes ya se hacía una cena a la víspera. Las tensiones entre la Revolución, religiones y otros sistemas de creencias que no fueran el marxismo, no consiguieron apagar las brasas de las tradiciones importadas desde la colonización española.
Evidentemente, debido a los difíciles momentos que ha atravesado Cuba, las celebraciones han tenido sus peculiaridades. La profunda crisis económica de los años 90, llamada por Fidel Castro, Período especial, llevó a que el Estado despenalizara el uso del dólar estadounidense —su tenencia podía significar ir a prisión— y se abrieran por primera vez tiendas de artículos extranjeros. No solo irrumpía la Coca Cola. Para fines de año, llegarían los arbolitos sintéticos, las guirnaldas y los juegos de luces intermitentes.
Los precios, desde luego, estuvieron al alcance de muy pocos. Hubo momentos que recordarían un filme de Chaplin. En mi casa se instaló una rama de pino y se le colgaron bombillas, pero como una bombilla esférica es un cuerpo ordinario para el ritual, se encargaron de colorearlas con marcadores. Era un ambiente navideño tan artificial como la mayoría. Pero siempre celebrado. Antes del pino. Antes de la tragicomedia.
En Medellín, ahora, mirando las barbas plateadas que llueven de un Papá Noel rechoncho, pienso cómo se sentiría un antioqueño sin navidades. Lo que para mí ha sido consuetudinario, aquí podría ser la debacle, un tajo existencial. Es raro observar siendo extranjero, pero ser cubano es el doble de anómalo.
“Por equis razón, la gente se adelanta mucho en comprar y no va tanto a los mercados por los disfraces de octubre como por las figuras de diciembre”, dice.
La plata que les entra, por la prima o por otros estímulos, la invierten a horas tempranas, previas a la Navidad, en productos que se venden por chorros.
Diciembre se avecina con alboroto. También es quemar pólvora, una tradición que, según se cuenta, responde a la desmovilización paramilitar de Diego Fernando Murillo, alias Don Berna en 2003. Esta práctica y la de disparar al aire, sin embargo, ha dejado un saldo de heridos cada año.
En Cuba, la pirotecnia se utiliza en raras ocasiones, y en Año Nuevo tal vez se escuche un tiro furtivo en la madrugada, ya que la pertenencia de armas de fuego es legalmente excepcional, justificada por las funciones sociales del propietario.
El día siete en Medellín se hace lo tradicional que oficial de todas las luces de Navidad. El 24, la cena con asado, natilla y buñuelos. Algunos hornean el pavo relleno. El 31, se come, se bebe y se baila. Se hace la marranada.
Cristian Giraldo, administrador del almacén Locura de remates, habla de su establecimiento encargado de ventas al por mayor. Al centro viaja mucha gente de pueblos que se surte aquí. Trasladan luego sus compras a las tiendecitas de los barrios, hacia lugares más apartados.
La Navidad es un período que tiene un elevado promedio de ventas, dice Giraldo, y por tanto se aprovecha.
Este almacén lo vende todo por cinco mil pesos. Instalaciones de cien focos, adornos, árboles. El administrador explica que gana 800 o 1.000 pesos por cada uno y que el bajo costo no es porque se trate de artículos malos, sino por un deseo de concentrarse en el volumen de ventas.
“Todo lo que ves, lo demanda un impulso natural de decorar las casas. La gente suele hacer unos ahorros y aguardar hasta las fechas actuales para después comprar y hacer la cadena de ventas. El sol sale para todos”, dice.
A veces llegan a endeudarse para resarcir con el arribo de la temporada. Los mismos productos de cinco mil luego salen a la calle por 10, 15, 20 mil pesos. Básicamente, los compran para hacer reventas. El negocio de la navidad tiene múltiples perfiles.
— ¿Cierto, amor? — le pregunta a su novia.
—Pues sí— contesta ella y amplía: “Nuestras familias son de tradiciones, tenemos por costumbre comprar ahora y no esperar a último momento.
Esta es (será) la primera Navidad que pasen juntos como pareja. Quiere decir que las dos familias no se van a reunir en esta ocasión, como dicta el hábito en la de Mariana. Ambos afirman que los adornos son una parte vital de la Navidad. Ella tiene un árbol natural que emperifollan al llegar las fechas. Él, en su casa, conserva el mismo arbolito artificial desde hace ocho años.
Patricia Herrera es una señora madura que le atribuye más peso a la reunión familiar. Destaca que, durante las fechas, se preparan la natilla y los buñuelos y los niños se animan.
“Uno se contenta escuchando su musiquita decembrina. Si no estuvieran los adornos, uno no recibiría la Navidad con el alma. No es más que la bienvenida al niño Jesús. Adoptarla con alegría, eso es. Yo no tengo mucho, no tengo ni pesebre. Celebro con humildad. Un adorno puede embellecer el hogar, pero lo real pasa aquí”, dice y se golpea con suavidad el pecho.
En Cuba, todavía en las locaciones y mercados estatales no asoma un solo arbolito en venta, pero algunos negocios de gestión privada sí empiezan a mostrar signos. Claro que no hay el gran despliegue de productos, y no arrancan quizás hasta mediados de noviembre, pero Beatriz González se imagina que estos próximos finales de año estén peores que nunca por las afectaciones del huracán Irma, que lo sucedido atente contra el ánimo navideño. Hubo gente que, literalmente, perdió sus techos.
Ella siempre ha celebrado a la usanza cubana, esto es con el simbólico pino artificial en la sala (no todos lo tienen) y una cena que puede ser arroz congrí (fríjoles y arroz cocidos juntos), ensalada de lechuga y tomate, cerdo asado y yuca con mojo criollo, una mezcla de limón, aceite y ajo sofrito. Incluso los practicantes de la religión yoruba se entregan a esta actividad. Es sincretismo.
En Cuba los vegetales salen a la venta por temporadas y no están los mismos el año entero. Es decir, la lechuga y el tomate son de diciembre, más tarde desaparecen.
Lisandra Otero ha visto algunos adornos representativos en su casa. El hecho de que los centros privados se atavíen con cierta desmesura de gorros y carteles de Merry Christmas para el contorno que los rodea, le parece una extravagancia.
Con exactitud, Mario Luis Reyes no sabe qué es la Navidad y le llama así a un conjunto de eventos en diciembre. A lo largo del tiempo, se han convertido a su juicio en una festividad que trae más presión por cumplir que otro fin.
En su hogar no ponen ni música, ni vienen visitas como podría pasar en el resto. A las doce de la noche hacen un brindis y se acuestan. Son cada vez más monótonos y aburridos, y la fecha del 31 de diciembre se le hace deprimente. El recuerdo de la infancia es distinto. En su casa se compraba cerveza, se oía música desde la tarde, los amigos de sus padres venían con sus hijos y él se la pasaba jugando. Y aquí viene su inconformidad: con el paso de los años, todas esas amistades se han ido, una tras otra, del país.
“Me parece que bajan también los decibeles en los alrededores, que hay como más desgana en los fines de año, y que no ha sido un fenómeno particular de mi casa. Llevamos tiempo sin siquiera poner el arbolito”, dice.
Su padre le cuenta que la fiebre porcina de los años 70, introducida como parte de la guerra biológica de Estados Unidos contra Cuba, acabó en verdad con la Navidad entonces. Y que las nueces, turrones y manzanas que se vendían una década antes, también se perdieron.
Hoy es una economía depauperada, que no tiene etapas de despunte salvo por las de alza turística; sin embargo, está tan diferenciada como antes de la Revolución y de la supuesta igualdad socialista, entre familias que pueden celebrar a sus anchas cualquier acontecimiento y las que no tienen recursos ni para una guirnalda. Todo, de una forma u otra, intenta sobrevivir. De cualquier modo, valdría preguntarse si realmente se necesitan la pompa y el artículo mínimo. Cuánto depende la Navidad del mercado y viceversa.
Desde octubre se hacen los pedidos. El alumbrado de la ciudad la ubica en el top ten de las urbes mejor iluminadas con motivos navideños en el mundo, lo cual también atrae turismo. El aumento del IVA, de un 16 a 19 por ciento ha restado capacidad adquisitiva. Por tanto, esta época, marcada por la tradición católica, es positiva para la economía debido al volumen de compras y la actividad comercial que arrastra consigo.
“La necesitamos. Yo no concebiría a este país sin una temporada como la descrita. Sería el fin de empresas de la actividad industrial y de la comercial. Crecería el desempleo y habría una recesión económica. Se afectaría el sector agropecuario y agroindustrial”, afirma Soto.