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Me parece inconcebible que una semana después de que Antanas Mockus Sivickas, confesara que fue simpatizante y auxiliador de los criminales de las Farc, aquí no haya pasado nada, absolutamente ¡nada!
Unas cuantas líneas reseñando el hecho en los principales periódicos nacionales, y un par de entrevistas radiales en las que los periodistas dejaron de lado ese rol de inquisidores, de jueces implacables, con el que suelen tratar a todo aquel que haya tenido algo que ver con el gobierno anterior, para convertirse en interrogadores compasivos que, de alguna manera, acabaron casi que por justificar tan execrable conducta.
Qué vergüenza ver el grado de relajación, de postración al que hemos llegado como sociedad, porque, si bien es cierto que los hechos sucedieron hace ya varios años, son de tal gravedad que dan para que se hubiera armado un escándalo sin precedentes.
Porque, en primer lugar, aquí no estamos hablando de un individuo del montón, de un perico de los palotes que hace unos años cometió una pequeña fechoría. No. Aquí estamos hablando de una figura pública, de un personaje que fue, no solamente rector de la Universidad Nacional y alcalde de la capital del país, sino también, candidato presidencial en dos ocasiones. Además, porque se trata del individuo que se preció de portar el estandarte de la honestidad, del profesor, del superhéroe cuya misión fue siempre enseñar la pulcritud en el quehacer político y en el comportamiento ciudadano.
En segundo lugar, porque sus faltas son graves. Eso de haber hospedado delincuentes de las Farc, o haber callado información que hubiera contribuido a dar con su paradero; “haberles guardado secretos y recursos”, traducido panfletos, o bien, haber recibido entrenamiento (aunque solo fuera un “tris” como dijo en la radio), e intentar falsificar documentos de identidad, no es cosa de poca monta.
Ahora bien, haberse dedicado después a “ayudar a los del otro lado” y haber confesado ese oscuro pasado no lo exoneran de culpa, como ahora pretende hacernos creer. No, porque fue decisión suya emprender una carrera pública y convertirse en el adalid de ética y las buenas costumbres, sin haber antes admitido sus andanzas y sin haber mostrado arrepentimiento.
Y fue sobre esas movedizas tierras del ocultamiento que montó todo ese discurso político de ética y legalidad que hoy se viene estrepitosamente abajo.
Nunca fui su seguidora porque su argumento político siempre me pareció enredado y por momentos contradictorio, como lo dije en otra oportunidad. Además, porque nunca me han gustado esos personajes que recurren a comportamientos extravagantes y en ocasiones hasta obscenos, para llamar la atención. Sin embargo, como colombiana me siento traicionada por él.
Los delitos de Mockus, en términos judiciales, posiblemente ya prescribieron, sin embargo, en la memoria y en el corazón de los colombianos, sobre todo en los de aquellos que fueron sus fieles seguidores y le profesaron tanta admiración, jamás caducarán.
Le recuerdo señor Mockus: “¡no todo vale!”.