Por Fabio Cotzaredaccion@elcolombiano.com.co
Yo tenía apenas nueve años cuando el hijo adolescente de mi arrendador me llevó al sótano con la promesa de juguetes nuevos. En cambio, me obligó a tocarlo. Me hizo hacer cosas que mi cuerpo y mente jóvenes no estaban preparados para hacer. Recuerdo bien lo húmedo que estaba el piso y cómo las paredes olían a moho. Rogué que se detuviera.
El dijo que me llamaría “maricón” y advirtió que su padre podía evacuar a mi familia inmigrante del apartamento si le contaba a alguien. Aterrorizado, guardé silencio.
Pero los recuerdos me atormentaron todos los días hasta mi adultez. Una noche, escribí mi carta de despedida al mundo y me tomé una botella de pastillas.
Mi intento de suicidio fracasó - afortunadamente....