A la fiesta anual de “Pentecostés” (en griego “el quincuagésimo” o “el número cincuenta”) también llamada “de las Siete Semanas”, que se celebraba cincuenta días después de los primeros frutos de las cosechas de trigo y cebada en la región de Canaán, habitada por los israelitas desde el siglo XII a. C., le dieron estos un significado histórico al conmemorar la promulgación de la Ley de Dios en el monte Sinaí siete semanas después de la Pascua, que evocaba su liberación de la esclavitud en Egipto. Y en los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11) se cuenta que ese mismo día los primeros discípulos de Jesús, reunidos en oración con su madre María, recibieron el Espíritu Santo para realizar la misión de proclamar su nueva Ley del amor universal.
En el lenguaje simbólico de los poemas bíblicos de la creación (Génesis 1, 2; 2, 7), se dice que la “ruah” de Dios (en hebreo soplo, viento, aliento, espíritu) “se movía sobre las aguas”, y que el Creador “formó al hombre de la tierra, sopló en su nariz y le dio vida”. En los Hechos de los Apóstoles se habla de un viento fuerte, y en el Evangelio (Juan 20, 19-23) Jesús sopla sobre sus discípulos. También otros signos bíblicos simbolizan al Espíritu Santo: el fuego, la energía que transforma; el agua, la vida nueva recibida en el bautismo; el óleo o aceite de oliva, la fortaleza recibida en varios sacramentos; la paloma con una rama de olivo después del diluvio (Génesis 8, 11) y que aparece en el bautismo de Jesús, (Juan 1, 32), una nueva creación.
Esta nueva creación implica la posibilidad de la comunicación. Cuando la intención humana es de dominación del hombre por el hombre, el efecto es “Babel”: una confusión total que impide el mutuo entendimiento (Génesis 11, 1-9); pero cuando se quiere construir una comunidad justa y participativa, se produce la comunicación. En medio de la pluralidad y diversidad de lenguas y culturas, solo el lenguaje del amor universal hace posible que todos los humanos podamos entendernos. Este fue el lenguaje de los primeros seguidores de Jesús, gracias al Espíritu Santo que los llenó de la energía interior necesaria para proclamar sin temor la Buena Noticia.