Cada vez es más evidente que nos acercamos a la terminación del conflicto armado; más allá de los altibajos que pueda tener el proceso de conversaciones con las Farc que puede vivir nuevas crisis -ojalá que no-, es cada vez más improbable que dicho proceso se frustre y con el ELN igualmente esperamos que el proceso arranque, pese a las dificultades que puedan estarse presentando para llegar a una hoja de ruta que permita formalizar las conversaciones con esta organización insurgente.
Esto pone el panorama de seguridad fundamentalmente con dos escenarios claros, el de la seguridad ciudadana y el de la seguridad pública, en el cual el crimen organizado y específicamente las denominadas bacrim (bandas criminales) son la amenaza fundamental y a quienes debe orientarse la acción del Estado. La seguridad pública es responsabilidad fundamental de la Policía con apoyo de las Fuerzas Militares, si se requiere.
Por eso es de la mayor importancia el que se haya formulado una política criminal orientada a combatir a estas organizaciones criminales. No olvidemos que si bien las bacrim son un subproducto de una desmovilización de los grupos de autodefensa o paramilitares hecha de manera deficiente y apresurada, cuentan con una experiencia de operación militar y de capacidad de presión en los territorios y se nutren en municipios y regiones con altos niveles de deficiencia en cuanto a presencia del Estado, de apoyos en poblaciones jóvenes o de escasos recursos y que encuentran en ciertos recursos provenientes de estos grupos ilegales formas de sobrevivir. Es decir, que estos grupos del crimen organizado, que viven fundamentalmente de recursos provenientes del narcotráfico y del control de otras rentas ilegales -como la minería ilegal, entre otros- y en algunos casos incluso influir poderes locales o regionales institucionalizados, logran contar con ciertos apoyos en estas regiones de poblaciones que en cierta medida viven de los recursos que reciben de estos grupos.
Uno de los elementos centrales de la política criminal definida es cerrar la posibilidad de que estos grupos pretendan mimetizarse como actores del conflicto armado interno -esta categoría solo se reconoce para las organizaciones ilegales con intencionalidades políticas Farc y ELN-, por lo tanto, lo que queda abierto para los miembros de estos grupos del crimen organizado es la política de sometimiento a la justicia que puede conllevar un tratamiento penal benigno, previa una colaboración con la justicia. Pero esto debe estar acompañado de una sólida política de inteligencia policial -recordemos que la contribución de inteligencia policial en la lucha contra la insurgencia ha sido fundamental para los éxitos militares y algo similar debemos esperar ahora contra las bacrim-, de fuerzas especiales que actúen contra estos grupos con capacidad de movilidad y desplazamiento, pero sobre todo con una presencia del Estado en estos territorios con servicios básicos -salud, educación, justicia- y tan importante como lo anterior, políticas que generan empleo a nivel local para los habitantes de estos territorios. Adicionalmente hay que destacar positivamente el que se haya focalizado la acción en un número reducido de municipios donde la presencia de estas organizaciones criminales ha sido más relevante.
Si esa política se desarrolla de manera contundente es de esperar resultados positivos a corto plazo y en esa medida contribuir a eliminar o reducir esta nueva amenaza a la seguridad pública y colateralmente crear condiciones de seguridad para políticas como la de restitución de tierras y más adelante las políticas propias del posconflicto.
Las políticas de seguridad ciudadana, si bien tienen unos lineamientos generales, deben responder a las especificidades de cada ciudad o localidad y a la cabeza de las mismas deben jugar un papel fundamental los alcaldes como jefes constitucionales de policía en sus municipios.