Esa madrugada de diciembre, mi madre llegó de prisa a la estación del ferrocarril en la Alpujarra. Llevaba de la mano a sus cuatro hijos pequeños, a quienes fue entrando por una ventana para que alcanzáramos, al menos, dos sillas del tren. Viajamos hacia el Magdalena Medio, donde nos esperaba el papá, con la promesa de tenernos el primer árbol de Navidad.
El tren cruzó los ranchos que bordeaban la carrilera, apenas se salía de la Estación Cisneros. Las casuchas se nos querían entrar por las ventanas junto con el sol que apenas se asomaba, y dentro de ellas se veían niños jugando y riéndose, con muñecas rotas o carritos sin llantas.
El tren parecía resistirse a salir de ese enjambre de miseria que se extendía a lo largo del río Medellín, pero...