Entre gallos y medianoche recuerdo el día del primer censo. La década del cincuenta transcurría a paso de ganso. El Niño Dios era el Niño Dios. No se conocían el estrés ni el manicure. Todo era pecado.
La escenografía estaba dispuesta para la insólita liturgia. Desde la pared, el cuadro del Corazón de Jesús no quería perderse detalle. Hubo baño tempranero y desayuno con un huevo para dos.
Los hermanos, cuatro mujeres, dos hombres, estudiantes en las escuelas del barrio - algunos de los datos que apuntó el del censo-, lucíamos ropa de pontificar.
Los más pequeños estrenábamos viejo, vale decir, la ropa heredada del mayor, hecha en la máquina Singer que le puso banda musical a la infancia. El ama de casa, mi madre, era dentrodera y cocinera. Como...