Digamos que se llamaba Patty. Era como una mariposa de la noche. Salía de su capullo a las cinco de la tarde, cuando el barrio Lovaina apenas empezaba a despertar. Se ganaba la vida trabajando en un burdel de la calle Barranquilla. Tenía un cuerpo esbelto y unas piernas torneadas. Sus compañeras de trabajo envidiaban su hermosa cabellera larga y su éxito con los hombres.
El burdel abría sus puertas cuando caía la noche. Era una casa amplia y vieja, de varias habitaciones con puertas de dos alas que se cerraban en forma discreta cuando alguna muchacha entraba con un cliente. En la sala había cinco poltronas para recibir a los visitantes. A un lado había un barcito lleno de copas y botellas y decorado con espejos.
Las habitaciones estaban dispuestas a lo largo de un corredor que, como en cualquier casa de familia, comunicaba la sala con la cocina y el comedor. Encima del poyo había un pequeño altar con una veladora encendida que alumbraba a dos Marías Auxiliadoras y un San Judas Tadeo.
En la primera pieza, a mano derecha, vivía la patrona, una mujer de armas tomar que mantenía la casa limpia y en orden. Era alta, morena, de pelo largo y espalda ancha. Le decían La Chama porque había vivido en Venezuela varios años.
Cuento esta historia como me la contaron Luz Amparo y Maria Isabel, dos estudiantes de periodismo de la Universidad de Antioquia que la entrevistaron: La Chama nació en el Bajo Cauca en una familia campesina. Eran tres hermanos: un hombre, una mujer y él, que se negaba a trabajar la tierra y prefería quedarse con su madre ayudando en la cocina y lavando y aplanchando la ropa “como si fuera una peladita”.
La primera pelea fue cuando él tenía siete años y su padre lo sorprendió poniéndose un vestido de su hermana. A partir de ese día, el viejo le daba fuete todos los días. Una tarde, cuando ya había cumplido once años, el padre lo peló dos veces. Él se le enfrentó y le dijo: “La otra pela se la da a su mamá”. Y esa misma noche se voló de la casa. Primero fue a dar a Barranquilla. Luego deambuló por varias ciudades de Colombia rebuscándose la vida. Después se fue para Cúcuta, donde se enamoró de un albañil con el que vivió ocho años como si fueran marido y mujer. Finalmente huyó a Venezuela cuando el tipo empezó a golpearla. Allí consiguió empleo en un grill. Con los ahorros, volvió a Medellín. “Aquí sí me mariquié del todo” decía, contando su historia.
Después de andar la calle y perderse en la droga, decidió sentar cabeza y montó el prostíbulo. Allí vivían Patty y otros travestis. Patty decidió ser madre y adoptó una niña huérfana. La niña vivía en una casa de familia. Patty velaba por ella como si fuera la mejor de las madres: pagaba su manutención y la tenía matriculada en uno de los mejores colegios. La Chama y sus muchachas la ayudaban a sostenerla.
A raíz de una denuncia contra ella que recibió el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, Katty perdió la custodia de la niña. La Chama y sus muchachas le ayudaron a pagar un abogado. Después de varios meses de litigio, un juez que estudió el caso le devolvió a Katty la custodia de la niña amparado en uno de los artículos de la nueva Constitución de 1991.
Katty murió unos meses después. Cuando La Chama y sus travestis iban a enterrarla hubo una discusión acerca de su vestido. La decisión fue sabia: le pusieron un bluyín de hombre. En cuanto a la camisa, prefirieron dejar desnudos sus incipientes pechos. Alguien propuso cortarle el pelo, pero la mayoría se opuso. Cuando depositaron su cuerpo en la tumba, La Chama rezó una oración diciendo: “¡Dios mío, así lo trajiste al mundo y así te lo devolvemos!”.