Debo confesar que durante años estuve obsesionado con el fenómeno político del dedazo en México. De joven no podía entender cómo un presidente podía pasarle el poder a su sucesor mientras millones de mexicanos veían el cínico espectáculo sin protestar y como si fuera lo más normal. Ahora Enrique Peña Nieto ha hecho lo mismo. La única diferencia es que su destapado, José Antonio Meade, no tiene asegurada la presidencia.
Los priistas no han aprendido nada. En la selección de Meade no existió ni la menor pretensión democrática. No hubo votaciones ni convenciones. Nada. Peña Nieto sacó su dedo y escogió a Meade. Él, religiosamente, le pidió al Partido Revolucionario Institucional “háganme suyo”. La caballada lo abrazó y, a cambio, ahora le toca a...