Llegué a la isla de Mykonos, en Grecia, antes de que se acabara la fiesta. En la mesa de al lado todos se habían parado a bailar al ritmo de un ponchi-ponchi mediterráneo. Esta isla era una fiesta. Una pareja, en traje de baño y sin mucho esfuerzo, se subió en las sillas y se puso a girar arriba de la mesa, entre el salero, la botella de vino blanco y el plato de langostas. Casi todos en el restaurante aplaudían su gracia, mientras un viento cálido entraba del mar Egeo. Su mensaje era claro: Somos tan felices y queremos que se sepa.
Luego, claro, llegaría la cuenta y se bajarían los ánimos. En el menú vi, por primera vez en mi vida, una botella de champaña de 120.000 euros. No sé si el líquido en esa botella daba la felicidad. Lo que sí sé es...