Para llegar a esta casona no se necesita conocer ninguna nomenclatura: basta con suministrarle el nombre de la dueña a los parroquianos que juegan dominó a la entrada del pueblo. Cualquiera de ellos le indicará entonces hacia dónde dirigirse.
Al llegar a la calle que busca solo deberá aguzar el olfato y dejarse guiar por el olor a comida. En un par de minutos estará frente a un portón de cinc donde oirá el ladrido pertinaz de un perro. Una muchacha le pedirá que entre y luego lo acompañará hasta el patio.
–No tenga miedo, que ese perro es pura bulla.
En el amplio patio encontrará, por fin, a la mujer, una señora rolliza. Estará encorvada meneando una gran olla montada en un fogón de leña. Se llama Feliciana Martínez y tiene setenta años.
La muchacha que lo condujo hasta el patio se encontrará entonces acompañada por otra adolescente bajo un frondoso almendro. Estarán envolviendo pasteles de arroz y cerdo en hojas de bijao, sobre un mesón rústico. Se llaman Sara y Alexa, y son nietas de Feliciana.
Feliciana es conocida en el pueblo -Repelón, Atlántico- por su sazón. Ninguno de los platos populares del Caribe colombiano le es esquivo. Lo mismo puede elaborar una arepa de maíz biche que un mote de queso, un viudo de pescado que una sopa de guandú.
Aprendió en la infancia al pie del fogón de su madre. Su abuela también fue cocinera.
–¿Va en la sangre?
–Qué va. Tocó así.
Entonces cuenta que su abuela quedó viuda temprano porque al abuelo lo mató un rayo. Su madre, en cambio, no aprendió por necesidad sino por orgullo: decía que era mejor aguantar calor en un fogón propio que maltratarse las manos lavando ropa ajena.
Feliciana heredó esa altivez. Por eso nunca se ha atenido a ningún marido. La cocina le permitió ser independiente y sacar adelante a su familia, hubiera o no hubiera hombre en la casa.
En ese momento una densa cortina de humo cubrirá el rostro de Feliciana. El perro volverá a ladrar y Sara caminará hacia el portón. Dos paisanos entrarán al patio. Uno encargará cinco pasteles y el otro comprará diez buñuelos de frijol.
Usted preguntará cómo se hacen los buñuelos y Feliciana le contará el proceso: se deja una tasa de frijoles cabecita negra en remojo. Toda la noche. A la mañana siguiente hay que pelar a mano cada grano. Luego se deben moler los frijoles. Molerlos en un molino artesanal, nada de venir a licuarlos para ahorrar tiempo. Si los licuara, la masa le quedaría inconsistente. Después de moler los frijoles tiene que adobar la papilla y, entonces sí, echar a freír los buñuelos. Con una cuchara sopera va tomando la masa y vertiéndola en el caldero.
Entonces usted se preguntará si vale la pena tanto sacrificio. Verá a Feliciana como mártir, pero también como una guerrera que supo sobreponerse a la derrota del único modo que tenía a su alcance: entendiendo las señales de humo que le enviaron sus ancestros y convirtiéndolas en una coraza.