Fernando VELÁSQUEZ V.
El reciente reporte de la Comisión de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos, que presidía la senadora demócrata Dianne Feinstein, cuyos apartes difundió The New York Times (http://www.nytimes.com/interactive/2014/12/09/world/cia-torture-report-document.html), pone otra vez sobre el tapete de la discusión algo que ya se sabía. En efecto, tras los atentados del once de septiembre de 2001 el Gobierno de los Estados Unidos, animado por su lucha frontal contra el terrorismo, lideró una campaña mundial para privar de la libertad sin orden judicial, torturar, desaparecer o juzgar de manera arbitraria y caprichosa, etc., a quienes –se suponía– estaban vinculados con esos pavorosos crímenes; muchas de estas personas fueron recluidas en secreto en cárceles manejadas por organismos de inteligencia americanos, instalaciones militares, barcos y, por supuesto, en la base de Guantánamo situada en suelo cubano.
En tales sucesos también tomaron parte diversas naciones que realizaron operaciones conjuntas con la CIA y facilitaron sus territorios y dependencias para detener y efectuar las hoy llamadas “entregas extraordinarias” de prisioneros (véase el Informe A6-0020/2007 del eurodiputado socialista Giovanni Claudio Fava); un ejemplo de ello es el caso de Hassan Mustafá Osama Nasr, que permitió a la justicia italiana condenar en 2009-2012 a agentes de esa nacionalidad y de la CIA por realizar ese tipo de hechos.
Incluso, recuérdese, el presidente Obama a los dos días de haberse posesionado (aunque muchos meses después, anunciaría triunfante al mundo la baja de Osama Bin Laden), expidió el Executive Order 13491 de 2009 que decretó el cierre de los centros de detención secretos de la CIA y, en el papel, dijo poner fin al uso de esas “técnicas intensivas en los interrogatorios”.
El asunto es hoy tan evidente que el propio director de la CIA, John Brennan, no tuvo más alternativa que reconocerlo: “en un número limitado de casos, funcionarios de la agencia utilizaron métodos de interrogación que no estaban autorizados, que eran detestables y que deben ser repudiados por todos” (http://www.thedailybeast.com/articles/2014/12/11/john-brennan-s-tortured-defense-of-the-cia-s-torture-program.html), aunque les salió al paso a los críticos al legitimar estos comportamientos con el argumento de que eran necesarios.
Hablamos, pues, de las mismas prácticas que hace 250 años denunció Cesare Beccaria y que hasta la Iglesia católica condena (discurso papal del 23 de octubre), pero con la diferencia de que los carceleros de la era de la informática disponen para sus fines de un refinado arsenal de métodos para doblegar a las personas, enriquecidos con las técnicas propias de las dictaduras.
El informe Feinstein, obsérvese, aparece en un momento clave para las relaciones internacionales de los Estados Unidos, cuando los republicanos asumen el control de ambas cámaras y Obama se derrumba; y, como dijo el director ejecutivo de la Human Rights Watch, Kenneth Roth (comunicado del seis de diciembre), “no debería simplemente quedar archivado en un estante o un disco rígido, sino ser el punto de partida para que se investigue penalmente el uso de tortura por funcionarios de EE. UU.”, porque “si el gobierno de Obama no exige que los responsables de torturas rindan cuentas por sus actos, la tortura podría convertirse en una opción política cuando se produzca la próxima e inevitable amenaza para la seguridad” (http://www.hrw.org/es/news/2014/12/11/ee-uu-demoledor-informe-del-senado-sobre-torturas-y-mentiras-de-la-cia).
Las potencias, pues, administran justicia a su antojo y los instrumentos jurídicos civilizados diseñados por la comunidad de naciones para evitar tales abusos, solo son un rey de burlas. Así, se puede reiterar con León Tolstoi: “Esto es monstruoso: no hay otra palabra; pero lo más monstruoso de todo es que no se hace impulsivamente, bajo el influjo de sentimientos que se imponen a la razón, como ocurre en las peleas, en la guerra, incluso en los asaltos a mano armada, sino que, por el contrario, se hace en nombre de la razón y con arreglo a cálculos que se imponen a los sentimientos” (“No puedo callarme”, trad. Ricardo Baeza. En: Los Clásicos. Dostoievski y Tolstoi. Novelas y cuentos. México: W. M. Jackson Inc., 1973, 361)