Siempre que viajo a Bogotá y me hundo en el ruido y el vértigo de las calles de su centro histórico, me gusta buscar los lugares que el tiempo no ha tocado. Los edificios que han resistido las guerras, los terremotos, los huracanes y las inundaciones. Los que han sobrevivido en pie los embates de la especulación inmobiliaria y las oleadas de la renovación urbana promovidas por los gobiernos.
Creo que en ellos quedan huellas imborrables de lo que somos: nuestra historia, nuestro destino colectivo y nuestra identidad.
Me gustan, sobre todo, las iglesias coloniales, y su misterio. Entre sus muros de piedra, el tiempo parece detenido. La luz del cielo desciende a la tierra tamizada por los vitrales de colores de las ventanas. La luz de la tierra se...