La utilidad de mirarse el ombligo no es otra que echar chepa. Ni más ni menos. Pero por mucho que lo advirtamos por activa o por pasiva siempre habrá tontos del haba dispuestos a devorarse a sí mismos. Y como esto va por modas –hemos pasado del rollito «hipster» de barbas confederadas, por aquello de que los soldados perdedores de la Guerra de Secesión americana se negaban a que sus barberos negros les afeitaran como hombres libres, a los bigotones dalinianos– existen hasta naciones enteras dispuestas a hacerse el hara-kiri. Su apuesta: encerrarse como moluscos en su concha a todo lo que venga de fuera. Veamos un ejemplo de la debacle.
El Reino Unido celebrará elecciones generales este jueves. Después de que en 2010 los resultados forzaran la primera coalición en 70 años, las encuestas vaticinan un escenario multipartidista sin claras mayorías, con los conservadores y los laboristas ocupando aún las dos primeras plazas. Durante toda la campaña electoral, los principales partidos no han dedicado un solo segundo de su tiempo a la política internacional.
El que fuera el segundo imperio, tras el español, en el que nunca se puso el sol, muestra un profundo desinterés por no decir abulia por los asuntos globales. Y eso en un mundo interconectado como nunca, donde las decisiones que se toman en Kuala Lumpur, Pekín, Tokio o Bogotá afectan por igual a todos los ciudadanos del mundo.
El mundo funciona hoy como una cadena de montaje en el que las piezas se inventan en California, se diseñan en Stuttgart, se montan en Guandong y acaban comercializadas hasta en el Kalahari.
Los escenarios varían además a velocidad de vértigo y hay que estar ojo avizor para no perderse un ripio. Por propia voluntad y desde hace un lustro, hastiados por las guerras de Afganistán e Irak, los británicos se han empeñado en desentenderse de la escena mundial y pasar a un segundo plano. A cambio, han optado por apoltronarse en su isla, indiferentes hasta de los asuntos europeos, su principal mercado, sin el que la Union Jack ondearía seguro a media asta hecha girones.
Nunca en los últimos 300 años el Reino Unido había sido menos influyente en la escena global a pesar de haber recuperado parte del músculo económico perdido y de disfrutar de uno de los niveles de bienestar y de subsidios más altos del mundo. Tanto, que hay jóvenes desempleadas que se dedican en cuerpo y alma a traer criaturas al mundo y a vivir de las ayudas que reciben como madres solteras y en paro. Colegios, casa, comida y sueldo asegurado para los restos a costa del contribuyente. Todo pagado. El Reino Unido poseía un imperio hace apenas medio siglo y hoy se debate entre salir o no de la Unión Europea.
Durante la campaña ningún político ha querido tocar la ausencia del todavía primer ministro, David Cameron, en las negociaciones entre Alemania, Francia y Rusia para acordar un alto el fuego en Ucrania.
Cierto es que a Londres le importa un rábano geoestratégico y energético lo que acontece en aquellos parajes nevados, pero en otros tiempos jamás se le hubiese escapado una cumbre así como miembro que aún es del Consejo de Seguridad de la ONU.
La indiferencia no ha pasado inadvertida a la Administración Obama, en horas bajas también en la escena internacional, que cuenta cada vez menos con el tradicional aliado atlántico. La relación especial ya no lo es tanto y Londres va camino de convertirse en la capital de un país refugio para fortunas dudosas o en apuros e inversores inmobiliarios.
Por contra, la inmigración ha centrado la campaña. O mejor dicho, cómo cerrar la isla a cal y canto aunque el país se mueva gracias a los inmigrantes (el 20 % del personal médico, por ejemplo, es foráneo).
Quien vive atemorizado a lo que ocurre más allá de las cuatro paredes de su habitación muere un poquito cada día. Y las naciones que levantan muros van directas a los libros de historia.