Hará once meses, en una columna titulada Noches armadas de Reyes, conté que Arturo Pérez-Reverte había adoptado la costumbre de regalarme cada Navidad un arma. Ya expliqué entonces, para que los numerosos pazguatos no se escandalizaran, que se trata de perfectas réplicas y que las pistolas no disparan. Y enumeré la colección atesorada: el bonito casco de los que llevaban los ingleses en la India, en Isandlwana, en el paso de Jaybar y en otros lugares exóticos, y con el cual en la cabeza me había pillado una periodista extranjera.
Tener en casa tan favorecedores tocados lo invita a uno a encasquetárselos de vez en cuando; luego se pone a sus asuntos y se olvida de lo que lleva encima, un desastre. La bayoneta de Kalashnikov, el puñal Fairbairn-Sykes,...