Por Fernando Velásquez V.
Para conmemorar los setenta años de vida artística del escultor y pintor antioqueño Luis Fernando Botero Angulo, quien el pasado 19 de abril cumplió 87 años, el cineasta canadiense Don Millar y Lina Botero Zea prepararon un documental de 82 minutos grabado durante 19 meses en diez urbes distintas, intitulado “Botero: una mirada íntima a la vida y obra del maestro”. El mismo ha sido proyectado en las salas de cine del país, aunque con antelación lo fue en la Plaza Botero de Medellín.
Desde luego, con la advertencia de que la calidad del trabajo cinematográfico es discutible –obsérvese: sus textos no son los más legibles, se omitieron facetas de la vida del artista en su ciudad natal, nada se dijo de su serie sobre el Via Crucis y no mucho se exploró sobre la tauromaquia en su obra, etc.–, es evidente que el mismo no ha sido confeccionado para el público hispano porque la mayoría de sus diálogos son en inglés (hablado por el maestro con un patético acento paisa) con mezclas en castellano, francés e italiano, que le quitan mucha autenticidad. Es como si se presentara a un personaje universal que, no precisamente, es colombiano, y al que se quiere vender como un enlatado más. Esto, por supuesto, contrasta con producciones del mismo género como la de Adelaida Trujillo y Patricia Castaño intitulada como “Imprescindibles. El mundo rotundo de Fernando Botero” (1994), llena de originalidad y de lo nuestro.
En el trabajo los hijos del intelectual: Juan Carlos (siempre adusto), Fernando (¡nunca bien recordado!) y Lina (muy agradable), conducen los diálogos en los cuales se intercalan las personas escogidas quienes, de una u otra manera, califican la obra de aquel, de la cual aparecen en escena más de trescientas cinco creaciones (sin olvidar las que estuvieron ocultas cuarenta años en un taller en Nueva York), trátese de esculturas, oleos, dibujos, etc. De esas entrevistas –y ese es un acierto porque también se debe mostrar la crítica negativa de la obra boteriana– se deben destacar los durísimos juicios de Rosalind Krauss, de la Universidad de Columbia, quien no oculta su desdén al señalar que “el trabajo de Botero es terrible”.
En cualquier caso, así la realización cinematográfica no satisfaga del todo, es lo cierto que ella muestra desde lo más íntimo a un personaje sencillo, “muy paisa y muy universal”, como alguna vez dijera Alberto Sierra; un creador cotidiano que divierte con una obra llena de ironía, sátira, alegría y buen humor, donde los vestigios de sus búsquedas hacen renacer a Leonardo, Rubens, Velázquez, Gauguin, della Francesca, Triziano, Goya, Tamayo y Obregón, y tantos otros que se colaron entre sus pinceles, bastidores y cinceles para llenar de colorido los ojos y alegrar el alma.
Un colombiano que, como ninguno, ha puesto el nombre del país en lo más alto por su ingenio y generosidad (para la prueba los dos museos donados a Bogotá y Medellín, el último en memoria de su hijo Pedrito, muerto a los cuatro años en las afueras de Madrid en 1974), los cuales ha mostrado en sus innumerables exhibiciones en los cinco continentes pero, en especial, en los Campos Elíseos de París, que, por primera vez en la historia, se convirtieron en una sala para que un montañero paisa, cuya vida es pintar, le contara al mundo que revolucionó la pintura y la escultura.
Un artista combativo cuya voz cansada por el paso de los años recuerda que “uno tiene que vivir enamorado de la vida”; el que denuncia dolores, atropellos e injusticias aquí y allende los oceános, y quien con su pincel irrepetible ha pintado las figuras más dolorosas que puedan ver nuestros ojos: sesenta y ocho cuadros que muestran las torturas causadas por los militares estadounidenses a los detenidos en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, pues como lo dijo: “El arte tiene el poder de vencer el olvido”.