Todo empieza cuando la palabra “Pobrema” aparece en el cuarto de Julia, una chica que estudia en las noches gramática y durante el día trabaja en una pescadería, donde su jefe es un filólogo que está allí porque en su sector hay mucho paro.
“Pobrema” está muy preocupada, a pesar de ser una palabra no la aceptan en ninguna frase. Julia la busca en el diccionario y efectivamente ve que no está, gravísimo, le dice Julia, “las palabras pueden estar en muchos sitios a la vez, pero si no estás aquí, no estás en ninguna porque no existes”. La pobre, angustiada, cuestiona a Julia: ¿Cómo puedes hablar conmigo si no existo? A lo que ella responde: “Para ser una palabra has de significar algo como para ser médico necesitas un título”. Entonces “Pobrema” le pregunta a Julia si ella puede arreglarle lo de la falta de existencia. Julia la observa y luego sonríe malignamente, como si se le hubiera ocurrido algo divertido o perverso, y entonces dice: “Tal vez sí, desnúdate y túmbate en este folio”. La examina de arriba abajo y advierte que si le amputa la última sílaba (ma), quedará en “Pobre”. “¿Y “pobre” quiere decir algo?”, pregunta “Pobrema”. Claro, le dice Julia, quien para eliminar cualquier duda le lee la definición del diccionario. Después de operarla con anestesia, “Pobrema”, ahora convertida en “Pobre”, se marcha feliz de significar algo, de ser alguien, de pertenecer a un vocabulario aunque, como lo verá el lector, a veces es mejor no significar nada.
Y así, en “La mujer loca”, de Juan José Millás, un libro con unos diálogos bastante ingeniosos, aparecen palabras y frases que buscan a Julia porque necesitan ayuda como si fueran seres vivos. Vemos a “Soy una frase”, que va porque se siente absurda; o “No soy una frase”, que no sabe si es o no es; o “Mi perro está tuerta”, que le duelen las articulaciones porque padece problemas de concordancia, y muchos otros pacientes que necesitan ayuda sencillamente porque el lenguaje es vital y por eso hay que tratar de entenderlo, así cueste o enloquezca a muchos, así a veces duela desde la gramática, la ortografía o desde la negligencia.
En la medida que cuidamos nuestra lengua nos cuidamos a nosotros mismos y si no, pues pueden pasar cosas, como esas que tramó Miguel Rufino Bello, el protagonista del cuento “Grammatical psycho”, un filólogo clásico que decidió hacer respetar el lenguaje con macabros métodos, porque él pensaba que existía una íntima relación entre la ley gramatical y la ley ciudadana, “entendía que nuestro caos institucional y social se debía al irrespeto de la lengua. Era elemental: quien omitía una tilde, se pasó con igual descaro un semáforo en rojo; quien desatiende una coma, igual desatiende una deuda y quien no estima importante la concordancia de tiempo o número, carece de escrúpulos en cometer un peculado”. Mejor dicho, a veces la gramática es un asunto de vida o muerte