El color verde es el manto que los dioses esparcieron sobre el planeta; el que permite a los pájaros hacer sus nidos embelesados y llorar de nostalgia. Es el que llena de alegrías las mañanas y saluda a los suaves rayos del sol que, después de viajar millones de kilómetros, lo bañan todo para gestar la vida y preñar de rosas nuestra casa cósmica; esa que, durante noches fantásticas, se perla de cometas insomnes.
La coloración verde es también la sonrisa de los difuntos que se esparce sobre las praderas ignotas, la misma que recuerda sus festines y fracasos; es el indescifrable velo de Artemisa y su coro de ninfas. Es la voz de los amaneceres, cuando las gotas de agua danzarina se esparcen sobre los tejados e invitan a un nuevo banquete de abrazos, en los océanos rumorosos.
El verde es el color de la ilusión porque siempre trae aleluyas o duendecillos invisibles bajo su brazo adormecido, y anuncia mundos llenos de clorofilas donde el pan se reparta y las bocas se sacien con la nueva vid. Donde los vientos silben impasibles sobre los bosques y las añoranzas hagan estremecer todas las fibras del alma que, rauda y sin anuncios, cualquier día parte en la búsqueda de sus propios equinoccios.
El verde es el lecho donde los enamorados engendran a sus hijos, nacen los retozos entre abrazos y encuentran nuevo cobijo las fantasías; es una túnica tejida con mariposas abrileñas siempre presta a regresar, pese a los atropellos cotidianos causados por hombres depredadores que, ahogados en la gula del oro, cambiaron los néctares de las flores y los silbidos del bosque por la voracidad de las máquinas infernales.
A este manto verde debemos rendirle nuestro culto al despuntar las alboradas o al despedir las tardes, cuando los pájaros se acuestan, las lechuzas ululan y los becerros berrean; él está ahí con los viajeros que parten y las lunas incrustadas entre nubes tristes, mientras los niños juegan a ser viejos querubines. Se debe adorar al matiz verde en los desiertos lóbregos, entre los árboles que fabrican su oxígeno cotidiano, y cuando la savia del mundo se esparce sobre los mares moribundos.
Los hombres, si queremos subsistir y trascender, si pretendemos vivir y sonreír, estamos forzados a cortejar la pátina verde porque si la abandonamos nos convertimos en grava cósmica o en recuerdos; sin ella solo somos dehesas abandonadas donde las necrópolis entierran el amor, se despiden silenciosas las auroras y las nostalgias llegan para dejar sin suspiros a los corazones.
El verde de la vegetación es la cobija de las despedidas y el sallo de los regresos; sin él no habrá más primaveras iluminadas y los otoños gemirán durante siglos de ausencias. Tras él van las amadas y caminan nuestros vástagos cuando buscan nuevos infinitos, que les brinden amaneceres plácidos y noches perladas de luciérnagas que alumbren todos los caminos ancestrales.
Por eso, el esmalte verde es el piélago de mis amores y el corcel de mis viajes fugitivos; es el pincel de mis sueños ardientes y sus diversas gamas son las paletas invisibles que inspiran las palabras y dan forma a las despedidas. Para él, pues, deben ser todas nuestras súplicas porque sin sus bendiciones no hay mañana ni nuevos alaridos de las parturientas; sin el verde debemos decir adiós para siempre y sepultarnos en el nicho del tiempo, para que los guerreros sedientos de sangre culminen su batalla exterminadora.
Sin la tonalidad verde este milagro que es abrir los ojos y extasiarse, respirar, estirar las manos y acariciar la hierba, o caminar sobre las praderas inmensas no será posible nunca más. Ese mágico forraje que debemos amar porque, como dijo el gran cantor Walt Whitman, es el pañuelo de Dios tejido con la túnica de la esperanza, y una sola hoja suya es tan magnífica que no es inferior al trabajo que hacen las estrellas.