¿Y qué puede o debe hacer el simple ciudadano para hacer valer su derecho a que le respeten el contrato formalizado con una operadora de televisión por cable que suprime a su amaño varios canales importantes y en cambio ofrece otros insustanciales? ¿Qué defensa tienen los habitantes de una ciudad acosados por determinaciones municipales que agravan el problema de la movilidad y deciden emprender obras de infraestructura que traumatizan el tránsito y precipitan un caos insoportable?
¿Qué recurso ágil y rápido puede utilizar el cliente de un almacén que no obtiene respuesta satisfactoria cuando le toca devolver un computador inservible y no encuentra quién le garantice el uso real de la tarjeta de garantía? ¿Y el pensionado al que le contestan sólo que “demande” si no está conforme con su liquidación jubilatoria y sabe que no tiene tiempo ni recursos para defenderse?
Sí, es verdad que hay varias superintendencias y que en los almacenes aparecen oficinas de servicio al cliente y callcenters y que las normas legales en Colombia tienen preponderancia del espíritu garantista. También es cierto que a veces surten efecto los reclamos y el quejante sale bien atendido y obtiene el resarcimiento de los daños y perjuicios causados por un bien o un servicio deficientes. Más todavía, es recomendable, siempre, incluso por cierta lealtad con la empresa donde se ha mercado toda la vida, quejarse en forma directa y explícita en lugar de salir a crearle mala atmósfera entre los allegados, aunque no haya reciprocidad por esa actitud decente.
Pero la realidad está mostrando una propagación mortificante de la arrogancia en las relaciones comerciales, en la prestación de servicios y la oferta de bienes, en el intercambio rutinario entre miembros de una comunidad, en fin. No contestar ni siquiera con una respuesta automática los mensajes de correo electrónico es, por ejemplo, una práctica habitual y desobligante en muchas agrupaciones de presuntos amigos. Abstenerse de decirle a alguien si su propuesta de publicación merece difundirse o no, es comportamiento rutinario entre no pocos conocidos de las actividades periodística y editorial.
Nuestra sociedad está repleta de medios, plataformas y canales de intercomunicación casi inmediata. Pero han llegado al límite de la inutilidad. Sirven para mostrarles a las visitas, para ostentar, para enseñar falsas apariencias de modernización e innovación, para competir en ránquines que indican avances ilusorios de calidad. La arrogancia, la prepotencia, la imposición, el desprecio del cliente, usuario, individuo, ciudadano, ser humano que merece atención digna es una práctica incorporada al modo de operar de una suerte de consigna tecnocrática de nueva gestión que derrota a la persona. No nos extrañemos entonces si ese método prepotente es común en las relaciones verticales y antidemocráticas entre gobernantes y gobernados, sujetadores y sujetados.