“Mándeme municiones, dígale al contacto de allá que los uniformes le quedan grande a mi gente”. Esas palabras se las escuché, desde mi caleta, al hoy negociador en La Habana Rubín Morro, comandante del frente Aurelio Rodríguez de las Farc, que me tuvo secuestrado casi nueve años en las selvas del Chocó. Con su vozarrón característico, este corpulento guerrillero me despertaba, horas antes de grabar el video prueba de mi supervivencia. Días antes había ordenado trasladarme a su campamento para poder, él mismo, organizar y hacer las tomas. Llegar allí nos tardaba 15 días de trocha.
La siguiente duda rondó mucho tiempo en mi cabeza: ¿por qué los guerrilleros están vestidos con camuflados con pintas distintas al que tradicionalmente le he visto usar al Ejército Nacional? Tiempo después oí en la radio que el Ejército difundió, con bombo y platillos, la noticia del nuevo diseño que vestirían sus tropas. ¡Pero si los guerrilleros hace mucho están luciendo esas prendas!, me dije. Años después, cuando ya pude disfrutar mi libertad nuevamente, me reuní con varios guerrilleros desmovilizados que me aclararon que esos uniformes los compraban en el Batallón San Mateo, de Pereira.
Asuntos de ese tipo quedan cada vez más en evidencia. Para la muestra, el escándalo de Andrómeda, con el famoso hacker; o los miles de millones de las pensiones; o las compras de los medicamentos; y ahora, como algo que es rutinario, los titulares de prensa son protagonizados por militares que venden armas a las Farc, que roban de las guarniciones militares. El hecho más reciente, conocido, favorece a uno de los frentes de las Farc más violentos y permeados por el narcotráfico, el Teófilo Forero, a cuyos guerrilleros les decomisaron 100 mil cartuchos de propiedad de la Primera Brigada del Ejército.
Preocupan los alcances de corrupción dentro de la Fuerza Pública. Es evidente que la relación comercial de la guerrilla con algunos de sus miembros es poderosa. Y es evidente también que son algunos corruptos de altos mandos los que están propiciando esa corrupción, al utilizar a suboficiales de menor rango, a soldados y a policías, para convertirlos en demonios de la ambición. Así los denomina el general Rodolfo Palomino.
A eso se le suma el desprestigio que genera un hecho como el sucedido con el general retirado, Fredy Padilla, que recibió más de 284 millones por haber perdido su capacidad laboral cuando días después era nombrado en un cargo diplomático. La corrupción campea y, mientras tanto, los soldados y policías de bajo rango, que exponen sus vidas día tras día, reciben un sueldo de hambre. Peor aún, les incumplen con sus reajustes salariales.
Estos escándalos con los que los colombianos vivimos permanentemente, tienen un antecedente perverso: la alianza conocida entre algunos miembros de la Fuerza Pública y el paramilitarismo, un aparato de violencia y desangre que no se habría consolidado sin el respaldo de la fuerza legítima estatal.
Esa ambición demoníaca promovida por la corrupción, parece originarse en el festín que les ofrece el gasto militar. Este, en manteles blancos, les sirve unos 24 billones -cifra que en los últimos años alcanzó un tremendo aumento, pues en el 2004 era de 11 billones-. La colombiana es la Fuerza Pública más robusta de Latinoamérica, con 426.014 miembros. Muchos de ellos, poseídos por el demonio de la ambición que hace de la corrupción uno de los problemas más graves del país.