La llamaré Rosita. Era un día soleado de Navidad. Las calles del pueblo estaban vacías. Eran las siete de la mañana. El silencio solo era interrumpido por el ruido de los motores de los carros que cruzaban el pueblo.
Yo caminaba, disfrutando del sol y de la brisa. De pronto escuché un grito y, después, un lamento. El miedo me dejó paralizado. La voz parecía la de una muchacha en estado de pánico. Me dejé guiar por el llanto. Los gemidos me llevaron al pie de una ventana de madera de color naranja con los postigos cerrados. Desde afuera se oían los golpes.
En algún momento, la ventana se abrió en forma violenta y Rosita intentó saltar hacia la calle. Pero unas manos descomunales la detuvieron, agarrándola del pelo. Entonces alcancé a vislumbrar...