Una de las cosas más dolorosas que se aprende al vivir en un país violento es que la vida va perdiendo su valor y que la muerte y el ultraje a otros seres humanos se vuelve algo tan cotidiano que la gente deja de verlo. No es que uno se acostumbre, no es que deje de causar horror, pero no sorprende, no desencaja, y peor aún no paraliza. Quienes hemos crecido y vivido en América Latina entendemos que en muchos casos la violencia pasa a ser un tema de cifras, de informes, de blanco y negro, más que historias personales y vidas destrozadas. Así vivimos pequeñas hecatombes a diario, desde los gobiernos que abusan, el crimen que queda impune, mientras el dolor de las víctimas es siempre algo ajeno y distante. Una voz de noticiero. Un titular.
El problema...