Apoltronado en una silla de peluquería de 130 años, le pregunté al veterano que podaba las pocas mechas que me guardan canina fidelidad, si no figura en su agenda silenciar la tijera.
La respuesta demoró lo que tarda en persignarse un cura ñato: “No, porque la peluquería me hace feliz”.
Realiza su labor de lavado, polichada y pintura del cráneo ajeno con tanta alegría que cobra por inercia, por no dejar. Es más, no tenía ni veniales de que su gremio celebra hoy su día clásico. No espera felicitaciones (regalos sí). Se contenta con hacer bien su destino. Prefiere la acción, la tertulia ilustrada. El reposo que espere.
De pronto reencarna en historiador, humorista, conversador de élite, sicólogo, politólogo... y explica que prefiere escapar a la...