El silencioso intruso llamado nostalgia es una selfi al pasado que nos mantiene actualizados en toda clase de cachivaches llamados recuerdos.
El septuagenial Gonzalo Uribe nos informa que hace ¡55 años! fue el grado de bachilleres de La Salle, de Envigado. Los mileniales, los nuevos dueños del patio, no era siquiera una hipótesis.
Los muchachos de entonces todavía podemos respirar y ver televisión; sabemos para qué sirven las llaves así nunca las encontremos; tenemos claro que un paso cebra es para pasar por encima, no por debajo.
Jorge Tulio, bachiller sesentero, historiador sin diploma de la comarca envigadeña, leía con paciencia de Job mis primeros bostezos literarios.
Desertor del libro, lo pillé leyendo a Montaigne en su tableta.
Frecuentábamos la acogedora biblioteca José Félix de Restrepo donde nos desasnábamos por cuenta del municipio.
Coincidíamos en el bar La Yuca, la tienda de Tatán, las heladerías del parque donde nos instalábamos los domingos a esperar a las bellas que salían de misa de doce luciendo a sus novios debajo del brazo como si fueran paraguas. (Así lucía María Félix a Agustín Lara).
Para ganar puntos, al momento de la elevación los novios extendían sus pañuelos en el piso de la iglesia de Santa Gertrudis para evitar que sus frágiles damas estropearan sus prosaicas rodillas.
Muchos practicábamos la religión del silencio llamada ajedrez. Jaime Ossaba en su prendería impartía clases magistrales del juego eterno. El ajedrez es fácil, no es sino aprenderlo, pontificaba.
En los cafés Libertador y Victoria nos jugábamos los restos a las cartas con el fondo musical del tastás de las bolas de billar.
Muchos prospectos de enamorados jamás fuimos profetas en tierra envigadeña y tuvimos que pelar cocos con la uña en Junín, La América, Belén, Robledo e intermedias para no terminar vistiendo santas de madera.
Íbamos a vespertina doble dominical en el Teatro Colombia; algunos le contaban sus pecadillos al padre Villegas o a Humberto Bronx, cuya mirada de hielo nos hacía dudar de la existencia del viento.
Los bachilleres del 65 nos dan a muchos el benévolo estatus de colega. Gracias, pero en mi caso todavía debo materias de sexto.
Un grupo de alzados en almas montó una conspiración para acabar con el colegio La Salle, trasladando en bloque el quinto de bachillerato al Manuel Uribe Ángel.
Hacían parte de la conspiración anticlericales partidarios de la educación laica, lectores de los ideólogos del Olimpo Radical, liberales gaitanistas.
Alguien los sapió. Por lealtad con la “conspi” callo el nombre del jefe de la intentona. (Se deja apellidar Uribe).
Descubiertos, para escapar de la echada fulminante se asilaron en la Legión de María, debían confesarse y comulgar o engrosar la sociedad científica.
Dándonos contra las paredes, conspiradores o no, dábamos pasitos en el camino del oficio con el que levantaríamos pa la yuca. Camaradas, sigamos gozándonos este ocaso tan titino.