Quiero a Medellín con fanatismo. Como en el poema de Florbela Spanca, de tanto soñarla mi alma anda perdida y mis ojos andan ciegos de mirarla. Ella es para mí toda mi vida y es, como Dios, principio y fin.
Por eso me duele hablar mal de ella. De las heridas tan hondas que su violencia deja a veces en nuestros corazones. Algunas, en particular, son difíciles de olvidar, sobre todo porque causan sufrimiento a gente inocente.
¿Cómo referirse a esos males y a la gente que los provoca? Ellos tienen muchos nombres. Mario, mi padre, que fue inspector y secretario de los Permanentes Central y del Norte, y además inspector de Aranjuez, los llamaba rateros. En una especie de eufemismo académico, los profesores de derecho y sociología los llaman los amigos...