Mi abuelo Gustavo necesitaba completar el dinero para sacar adelante un montón de hijos. Además de trabajar en Coltejer, los domingos se iba al Estadio Atanasio Girardot, con algunos de sus niños, entre ellos mi padre, a ser portero en la entrada a las tribunas. Allí conseguía recursos extras para levantar la prole que tan generosamente había encargado con mi abuela, Ana.
Mi padre se enamoró de un equipo de casaca blanca, verde y negra. Él sabía que después de que mi abuelo terminaba de escudriñar los boletos, de contarlos, podía escaparse hasta la entrada a la tribuna, ese boquete con una luz estelar o azulada, arriba, que uno cruza para tocar el cielo y ver la cancha.
Nacional era el equipo del que él me habló toda la vida. Aún lo hace. Igual,...