En varias columnas he dicho que el colombiano puede ser a la vez el más solidario y el más despiadado de todos. Si uno se vara, es muy probable que varias personas se acerquen y pregunten cómo pueden ayudar. Si es necesario empujar, se empuja con entusiasmo, nunca faltarán los voluntarios. Estas buenas acciones son imborrables, no permiten que pensemos que hemos perdido lo esencial del ser humano: ayudar, querer que el otro esté bien, hacer todo lo posible para que así sea.
Pero de otro lado, está ese colombiano que tanto me asusta, que le tengo pánico en la calle. Muchas veces me pregunto, mientras estoy esperando en la moto que cambie el semáforo, qué pasaría si por alguna razón yo perdiera el equilibrio y fuera a parar contra un carro. Lastimosamente...